Farruquito ha querido, sin duda, evocar todo su legado familiar con este título, Alma vieja, en que varios de los principales roles recaen sobre su radical juventud veinteañera: el concepto, la coreografía, algunas músicas, algunas letras, la producción y la dirección. Y el protagonismo en el baile, que es absoluto y que exige su presencia en el escenario casi constantemente.
Alma vieja
Baile: Farruquito y familia. Cante: María Vizárraga, José Valencia, La Tana, El Canastero, Antonio Zúñiga. Toque: Román Vicenti, El Perla, Andrés Martínez. Invitado: Manuel Molina. Teatro Albéniz. Madrid, 19 de noviembre.
Confieso mi escepticismo acerca de reencarnaciones o cualesquiera otras especulaciones religiosas, pero el baile de Farruquito sí me hace creer en una transmisión artística vinculada a la herencia. Farruquito se nos antoja una fiel imagen de aquel genial bailaor que se llamó Antonio Montoya, Farruco, cuando era joven, y que hizo historia en el baile flamenco. Las mismas maneras, idéntica sensación de quien se entrega al baile como si cumpliera un rito.
Farruquito y su gente -casi todos los que bailan en Alma vieja- instalan en el escenario un clima gitano muy sugestivo que encandila desde los primeros compases en la guitarra y la voz de Manuel Molina. Entre su gente hay que destacar al hermano que le sigue en edad, Antonio, a quien hasta hace poco llamaban Farru y que ahora parece optar definitivamente por el sobrenombre del abuelo. Un bailaor también excepcional, aunque de momento me parece más limitado que el hermano.
Diferentes registros
Volviendo a Farruquito, hay que señalar la gran variedad de registros a que la obra le obliga: la farruca, la soleá, alegrías, siguiriyas, bulerías. En todos nos regala esa presencia suya de increíble madurez, en que interpreta sin solución de continuidad momentos de verdadera exaltación del baile con otros de serenidad pacificadora. Domina la escena, es uno de esos artistas privilegiados que no sufren de cara a las audiencias; por lo menos, no lo manifiesta.
En todos los temas que he mencionado pone su sello personal, su factura intransferible; por siguiriyas, estrena una creación de gran belleza en que son muchos los momentos fascinantes; por soleares, le venimos viendo hace ya tiempo como un maestro; hace por primera vez la farruca, en una versión que se aleja bastante de la clásica de Gades, introduciendo el cante -formidable José Valencia- en su parte central. En todo lo demás, por supuesto, pone esa garra, ese genio que le hace distinto a todos los que ocupan hoy el primer plano del escalafón bailaor.
No todo es óptimo: sería inhumano en muchachos de estas edades. Quizá se repiten en formas y recursos, quizá demasiados temas se rematan por bulerías, quizá... Son todas ellas cuestiones menores en el conjunto de una obra en que lo fundamental, a mi juicio, es el aire farruquero de que todo está impregnado y que le da carácter y rango de espectáculo distinto a lo hoy vigente. Por fortuna, alguien viene a poner las cosas en su sitio. Alma vieja, sí, pero también alma de hoy y de siempre de una rara belleza, alma de lo jondo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 20 de noviembre de 2003