Mientras en Oslo noruegos y españoles se jugaban el prestigio nacional en un partido de fútbol, justo a la misma hora, en Madrid, españoles y noruegos se reunían en torno a Mahler. Lo que quiere decir que, afortunadamente, hay gente para todo. Además, aquí el Auditorio se llenaba, lo que dice mucho de la fidelidad de los abonados del Ciclo Complutense a sus conciertos, aunque más de uno se lamentara por no poder llevar el pinganillo.
Bergen es una ciudad preciosa y, por lo escuchado, tiene una orquesta estupenda. Su titular, el americano Andrew Litton (Nueva York, 1959), no es precisamente elegante en sus maneras ni claro en sus gestos, pero lleva tiempo demostrando que es un director a tener en cuenta. Una y otro saben hacer un Mahler muy interesante. No es un Mahler perfecto, pues ¿quién haría hoy una Séptima que lo fuera, o casi, como las de Klemperer, Horenstein o el Abbado joven? Pues pocos, francamente: Chailly, Rattle, Inbal en un día arrebatado. La Séptima, por añadidura, es dificilísima, por no decir imposible. Todo Mahler está ahí, ingenuo, desesperado, animoso, hecho trizas, por partes y entero. Los cambios de humor son permanentes; las intervenciones de cada sección de la orquesta, peliagudas. Pero la Filarmónica de Bergen es formación disciplinada, entregadísima, con unas cuerdas poderosas, unos metales valientes de verdad -y exactos-, unas maderas dúctiles y una percusión vibrante.
Orquesta Filarmónica de Bergen
Andrew Litton, director. Mahler: Sinfonía nº 7. Auditorio Nacional. Madrid, 19 de noviembre.
Litton lo sabe, y a partir de ahí plantea un Mahler directo, con arrojo, en las lindes del expresionismo, en el que casi no hay transiciones entre las frases, a corazón abierto, más fogoso que lírico, falto del punto de refinamiento lírico que también posee la Séptima, pero de una sinceridad desarmante. Y, si los dos primeros tiempos resultaron fulgurantes y quizá en el tercero se perdió algo de tensión, cuarto y quinto recuperaron gas para cerrar el trabajo con una coda formidablemente planificada y soberbiamente expuesta en la que la emoción apareció diáfana. La sensación final era la de haber escuchado algo así como una mezcla de voluntad y deseo amasada con unas ganas incontenibles de dejarse oír, de demostrar que ahí había una voz diferente y que de la modestia pueden surgir muy buenos resultados. No fue un Mahler de referencia, pero sí lleno de honestidad, sincero y sin trampas.
El éxito fue apoteósico, con un público que agradecía el esfuerzo. Y tanto se aplaudió que Litton hizo lo que no se debe: dar propinas después de una obra como la Séptima de Mahler, que hay que volver a casa rumiándola. Al salir, nadie preguntaba cómo había quedado el fútbol.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 21 de noviembre de 2003