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CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)

Poesía y verdad

Para el historiador de la España moderna, la tendencia introspectiva de Manuel Azaña, su "biografismo" - tan manifiesto en su novela El jardín de los frailes (1927)-, confiere a su figura la categoría humana que Ortega niega a la inmensa mayoría de los políticos: en Azaña, el hombre interior y el hombre de acción son inseparables, el uno se transparenta constantemente en el otro. Precisamente por ello, tiene interés la lectura de esta obra que nos revela cómo el muchacho alcalaíno fue tomando conciencia de sí mismo y de su sensibilidad. De hecho, los cuatro años de estancia y estudios en El Escorial no fueron penosos, sino que, muy al contrario, significaron un paulatino despliegue de fuerzas interiores. La soledad triste y cerrada del niño alcalaíno se tornó "posesión tranquila de sí mismo" en el recogimiento de la celda de El Escorial: "Encerrarse entre las cuatro paredes era salir a otro mundo... se alejaba infinitamente aquel en que uno solía estar, como si el alma, agigantada de súbito, lo perdiese de vista". De la ventana de su celda, que daba a los Alamillos, el adolescente Azaña contempla el campo: "Por esos portillos empecé a salir de mí mismo" escribe en El jardín de los frailes", "y tal es la deuda más grave que tengo con El Escorial... en la edad de ordenar por vez primera las emociones bellas, me sobrecogió el paisaje".

Pero también conviene señalar que, si Manuel Azaña no hubiera llegado a alcanzar la magnitud pública que tuvo en la II República, su libro de 1927, El jardín de los frailes, sería exclusivamente un texto literario. Bastaría situarlo, para hacer resaltar su originalidad, dentro de una amplia tradición genérica (la de la narración novelesca autobiográfica) y más específicamente dentro de una rama de ésta, la de la novela autobiográfica de colegio. O habría que cotejar la obra de Azaña con la de sus compañeros de generación española -la de 1914: Miró, Ortega, Pérez de Ayala, citando sólo los nombres más representativos de la prosa artística de aquella generación- o incluso con las de los escritores más jóvenes, cuyas primeras novelas coinciden cronológicamente con El jardín de los frailes. Estas varias perspectivas, genéricas y generacionales, serían suficientes si Manuel Azaña se hubiera realizado sólo como escritor, si su personalidad histórica estuviera únicamente en sus escritos literarios: mas los 13 años que mediaron entre El jardín de los frailes y la muerte de Azaña (noviembre de 1940) transformaron a posteriori ésa y otras obras suyas, las descasillaron. Podría así decirse que El jardín de los frailes pasó a ser autobiografía de su autor tras haber sido novela autobiográfica. De este cambio sustancial han dejado constancia algunos testimonios del propio Azaña. En 1926, en el prólogo al El jardín... (fechado en diciembre de ese año), declaraba que no se reconocía en el colegial de su libro: "Repaso indiferente el soliloquio de un ser desconocido prisionero en este libro". Cinco años más tarde, en 1931, afirmaba en cambio: "

[Una parte profunda de mi vida] se removió hasta los poros cuando escribí El jardín... o más bien cuando para escribirlo lo re-sentí" (Diario). Entre estas dos declaraciones, parcialmente contradictorias, hay evidentemente la distancia biográfica que separa el Azaña casi desconocido de 1926 del casi héroe nacional de 1931. Es, desde luego, muy lógico que el Azaña de 1926 marcara la ausencia de parecido entre él mismo y su aparente doble novelístico: los fueros de la ficción autobiográfica le permitieron conservar su libertad artística respecto a sí mismo en cuanto criatura literaria. El profesor inglés Roy Pascal, en un breve y agudo estudio (The autobiographical novel and the autobiography, Essays in criticism, IX, 1959), observa que en la novela autobiográfica el autor se suele desprender de las ataduras propias de la autobiografía. No hay, pues, que acusar al Azaña de 1926 de falta de sinceridad: él era entonces -o más exactamente en 1921-1922, años de publicación de gran parte de El jardín... en la revista La Pluma- un escritor que, al desdoblarse en autor y personaje, aspiraba sobre todo a captar el proceso de incorporación al mundo de la España finisecular de un mocito burgués. Ni tampoco debe reprocharse al Azaña de 1931 haber retocado teórica y retrospectivamente su autorretrato literario de El jardín de los frailes; porque, a medida que Azaña se convertía en prominente hombre público español, se acortaba en su novela autobiográfica la distancia entre el autor y su criatura. O, en otras palabras, el Azaña escritor perdía paulatinamente su condición de creador libre mientras el Azaña personaje ganaba en veracidad histórica.

Hay, en ese aspecto, un marcado contraste entre la habitual tarea memorialista y la de Azaña como lo señala él mismo en su prólogo de 1926: "En vez de relegar al ocaso el componer mis memorias habría empezado por escribirlas". Pero Azaña no ha llegado en 1921 al nivel público de la "estampa", del "papel" histórico: es más, Azaña se hallaba todavía en 1921 en una situación "vocacional" de relativa ambigüedad. Por ello estimo que El jardín... respondía tanto a un profundo gesto anímico como a un meditado designio estilístico. Georges Gusdorf ha hablado de cómo una autobiografía es con frecuencia un factor decisivo en la misma vida que se autonarra y a la cual da sentido par une sorte de choc en retour. Esta conexión dinámica de literatura y vida es, sin duda quizá, más perceptible en las tierras de lengua castellana que en otras zonas del planeta; y, por supuesto, El jardín... es un "trozo" de un muy hispánico "discurso de una vida". El jardín... ha de verse, por tanto, desde esta doble perspectiva, más vital que genérica: así dentro del "todo" biográfico de Manuel Azaña es visible su poesía y su verdad.

Extracto del texto de Juan Marichal publicado en su libro La vocación de Manuel Azaña (Alianza, 1982).

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de noviembre de 2003