El fuerte tirón psicológico del nacionalismo en las modernas democracias de masas no es un descubrimiento nuevo. Hay sociedades que responden así cuando intuyen cierta hostilidad. Algo de eso hay en los resultados de las elecciones catalanas, con el papel clave que han otorgado a Esquerra Republicana de Catalunya. Pero estamos hablando de un nacionalismo civilizado y con memoria histórica, enfáticamente laico en sus postulados. No puede sorprender a nadie que el catalanismo endurezca sus posiciones tras una política como la de José María Aznar, que ha abusado del recurso a otro patriotismo para empobrecer la lectura de España y que ha manchado cualquier atisbo de avance en la reforma del Estado con el anatema de la irresponsabilidad o, lo que es más grave, de la complicidad con los terroristas y sus secuaces. Hasta Fraga Iribarne se da cuenta de que, bajo la brutal tensión del choque entre Aznar e Ibarretxe, rechinan peligrosamente las estructuras si no se buscan salidas razonables mediante la reforma de la Constitución. "Adaptar los Estados para que la gente encaje, en vez de tratar de que la gente encaje en los Estados", es la fórmula que preconiza Jonathan Glover, profesor de filosofía en Oxford, en un ensayo sobre naciones, identidad y conflicto donde aboga por lo que denomina Estados de "aristas blandas". La virtud del modelo autonómico español está precisamente en sus "aristas blandas". Ampliar esa cualidad, transformando el Senado e introduciendo elementos federales que hagan más horizontal la soberanía y ayuden a encajar la obvia asimetría de las nacionalidades realmente existentes en la España plural (por más que el hecho ponga de malhumor a Rodríguez Ibarra), empieza a ser algo de sentido común. Hace tiempo que José Luis Rodríguez Zapatero, desde el PSOE, se dio cuenta de que dar carpetazo al modelo autonómico es alentar el conflicto. El candidato del PP a la presidencia, Mariano Rajoy, tendrá que enhebrar, tarde o temprano, un discurso similar. Es todo un reto para los gobernantes y para la sociedad civil que en esa nueva coyuntura los valencianos no volvamos, como fuimos en la transición, a ser una trinchera, ni un lastre de fácil manejo, sino un puente de diálogo, un agente constructivo y dinamizador.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 24 de noviembre de 2003