La degradación del espacio público como lugar de encuentro y convivencia está llegando a límites insoportables. Y no nos referimos al espacio público en sentido simbólico, sino en su acepción más literal: las calles y plazas de nuestras ciudades. Desde los excrementos de animales domésticos algunos de cuyos dueños no tienen empacho en mirar a otro lado, hasta los basureros que dejan tras de sí los grupos de adolescentes que se dedican al botellón, pasando por los meones impenitentes que no tienen reparo en aliviar la vejiga donde primero se tercie.
Casi siempre, particularmente esta última subespecie de cerdo ibérico lleva adosada a su condición la de malcriados que sólo saben vociferar distintas versiones del "hago lo que me sale de los cojones". No nos importa que defequen encima de su sofá, por ejemplo, ni que orinen en su cocina, pero la calle es tan suya como nuestra y tienen que respetar el derecho ajeno a vivir en un entorno que no apeste.
Hace unas noches, tres amigas tuvimos en el Casco Viejo bilbaíno cinco enfrentamientos (alguno bastante subido de tono) en apenas 200 metros con representantes de la subespecie meón callejero. Tenemos serias dudas de que sirvieran para algo, visto lo energúmeno que puede llegar a ser quien no demuestra tener en la cabeza más que serrín.
Sin embargo, desde aquí animamos a toda persona con un mínimo sentido cívico a increpar a todo el que se dedique a degradar con sus pestilentes orines el espacio común de la ciudadanía. Por lo menos conseguiremos que les quede claro lo que son y que su agresión a lo público no quede totalmente impune. Y cabe la esperanza de que alguno llegue a reflexionar y a cuestionarse su pertenencia a esa subclase de cerdo callejero. La dejación absoluta de responsabilidad de la autoridad municipal la dejamos para otro día.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 24 de noviembre de 2003