La tarde del pasado martes me había citado con Cristina en un café del centro. Eran varios los asuntos que debíamos tratar, pero había un tema que nos interesaba especialmente a ambos: la obra literaria del escritor Robert Gómez i Pérez, no sólo sus libros publicados hasta la fecha, sino los tres que aún no han visto la luz y que merecen, sin duda, un exquisito trato editorial. Ya sé que un encuentro de esta naturaleza y una velada literaria como la que les estoy describiendo resultará trivial para muchos, pero hay bastantes razones que invitan a pensar lo contrario. En primer lugar, el escritor del que hablamos Cristina y yo es una rara excepción en el presente panorama literario, y no me refiero a la evidente calidad de sus relatos o de su poesía, sino a su honda visión de la vida y su actitud frente al mundo. Creo haber conocido a muy pocos autores tan comprometidos con la creación como Robert, tan entregados a su fe en la palabra, tan firmes con el lenguaje y, paradójicamente, tan poco ambiciosos consigo mismos, con la divulgación y la propaganda de su propia obra. Libros como Desolación (1981), Trimurti y otros papeles (1982), Antifonario: conjura de la creación (1994), La línea de luz (1997), Los papeles del aire (2000), La torre (2000) o El pabellón del alquimista (2003) son la prueba de que el acto de escribir es un fenómeno íntimo que se mueve entre lo sagrado y lo esquivo: "Sagrado", nos recuerda el autor, "por cuanto nace de la magia y de la sombra, y esquivo por cuanto goza de engaños fútiles".
Mucho he aprendido de este narrador y poeta nacido en Alicante en 1961, de sus reflexiones y de su escepticismo sutil cuando confiesa que "el verso más hermoso es el que nunca se escribe y el poema definitivo el que no aparece jamás". De ello hablamos Cristina y yo la otra tarde, ella, la infinita compañera de Robert que lo vio morir el pasado junio y aún lleva su aroma en el dorso tierno de la mano. Le recordé en aquella mesa que sus libros, sus poemas son -como él mismo decía- una forma de detener la muerte. Pero son algo más, son, con toda certeza, un modo de prolongar la vida y de espantar la innoble sombra del olvido.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 27 de noviembre de 2003