Querría hacer una reflexión sobre el trato "humano" del que presumen algunos médicos hacia sus pacientes. Mi queja va dirigida a un doctor del departamento de Medicina Interna del hospital Gregorio Marañón. Mi abuela, de 88 años, ingresó de urgencias en el hospital con fuertes dolores en el vientre el sábado 7 de noviembre, le hicieron pruebas y el domingo 8 la ingresaron en planta. La sorpresa llegó cuando le dieron el alta, el lunes día 9, teniendo los mismos dolores con los que llegó. El doctor les dijo a mi madre y tías que no podían tenerla más allí puesto que estaba en fase terminal debido a un tumor de endometrio diagnosticado hacía cuatro años, y que estas personas a estas edades "quieren irse a morir a casa".
Mi madre preguntó si no podía ingresar en una de esas salas para enfermos terminales donde están muy bien atendidos, y el doctor dijo que eso era "como una lotería". Los medicamentos que indicó a mi abuela que se tomara eran calmantes en cápsulas y comprimidos, cuando mi abuela no podía ni tragar agua con una cuchara, y el favor que hizo a mi familia, del que se siente orgulloso este médico, fue darles el teléfono de paliativos para que mi madre se pusiera en contacto; en ese departamento dieron instrucciones a mi familia de inyectarle morfina a mi abuela cada cierto tiempo para que no tuviera esos dolores -el doctor consideró que con las cápsulas tendría suficiente.
El 12 de noviembre presentamos una queja contra este doctor en el hospital. Mi abuela murió desgraciadamente el día 13 de noviembre, y el día 14, el doctor llamó a casa disgustadísimo debido a que en el escrito alegué falta de humanidad por su parte. Tan disgustado estaba que cuando me disponía a explicar el motivo de mi escrito, me colgó el teléfono sin darme opción.
Al menos estoy contenta, ya que el disgusto del doctor se debe a que le darían un toque de atención. Con este nuevo escrito pretendo hacer reflexionar a la profesión médica y a todo el mundo que se vea en situaciones parecidas a la mía y para que entre todos nos animemos a quejarnos cuando tengamos motivos, para que lo que ha sucedido con mi abuela no vuelva a suceder a otras personas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 27 de noviembre de 2003