Hay dos lógicas superpuestas en esta curiosa, a ratos apasionante, peripecia religioso-costumbrista que es Samsara. Una, sin duda la más interesante, tiene que ver con el interés de su director, el indio Pan Nalin, por dar cuenta de las formas de vida de una remota región de su país, Ladakh, un recóndito trozo del Himalaya virtualmente cerrado a los extranjeros hasta 1975. Con sus formas de vida tradicionales, su religiosidad colectiva y un clima tan extremo que llega a los -30 grados en invierno, la región no tiene, a pesar de su intensa, peculiar belleza, mucha tradición en el cine.
Nalin se apresura a capturar todo eso, ambiente, belleza y personajes, con una cámara especialmente atenta a los detalles de lo cotidiano, a las peculiaridades de sus tradiciones. Y lo hace para contar una historia doblemente insólita: uno, por situarse donde ésta lo hace; dos, porque habla de un tema, una lectura feminista del budismo, del todo inusual, al menos en su versión cinematográfica de manual didáctico que gastamos por esta parte del mundo (léase El pequeño Buda, de Bertolucci, o Kundun, de Martin Scorsese; pero también otras variantes llegadas de más lejos, como La copa o la aún por estrenar Bom, yeoreum, gaeul, gyeowool, geurigo, bom, del coreano Kim Ki-duk, con la que ésta comparte no pocos elementos).
SAMSARA
Dirección: Pan Nalin. Intérpretes: Shawn Ku, Christy Chung, Neelesha Ba Vora, Tenzin Tashi, Jamayang Jinpa. Género: drama. India-Italia-Alemania, 2002. Duración: 145 minutos.
La otra lógica es mucho más discutible, y tiene que ver con la comercialidad que la operación, a pesar de su indiscutible honestidad, persigue. Esa lógica lleva a su director a contar una historia con actores profesionales, pero también con numerosos ciudadanos anónimos, con un aire excesivamente exótico y con una belleza de postal que afecta, y no poco, a los propios actores elegidos, que parecen todos salidos de las páginas de una revista de modas: antes que esforzados campesinos sometidos a la inclemencia de los elementos, se dirían modelos de pasarela luciendo modelos de los llamados étnicos.
Esta opción afea el rigor con que la empresa parece proponerse a su espectador, pero no cabe duda de que, con sus pequeñas parábolas morales y su tajante apuesta por las glorias de la carne frente a las enseñanzas religiosas, la película se hace simpática y a contracorriente de las modas neoconservadoras imperantes. Y hay que agradecerle, además, que presente una escritura cinematográfica personal, lejana de las prisas y las obviedades: sus casi dos horas y media pasan ante nuestros ojos sin que jamás se tenga la impresión de estar viendo otra cosa que una propuesta insólita e interesante.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 28 de noviembre de 2003