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Tribuna:CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)

Un amargo abismo

Louis-Ferdinand Céline fue un gran realista que odiaba la realidad. Seguramente de esta paradoja surgió la gran fuerza de Viaje al fin de la noche, su deslumbrante primer libro, una de las grandes obras maestras del siglo pasado, novela publicada en 1932 y acogida con gran entusiasmo por muchas de las grandes figuras intelectuales de la izquierda, lo cual no deja de ser muy extraño si se piensa en la posterior evolución del escritor (aunque tal vez no hubo evolución alguna), si se piensa en la violencia verbal que le dedicó al comunismo o se recuerdan sus escalofriantes panfletos antijudíos.

No deja de ser sorprendente la gran acogida que Viaje al fin de la noche tuvo en la izquierda europea, lo que nos lleva a pensar que, mientras alababan el libro, no se apercibieron del peligro que corrían sus optimistas creencias en el futuro de la humanidad: "El hombre está desnudo, despojado de todo, aun de la fe en sí mismo. Mi libro es eso". Su libro era eso, la novela de un narrador dominado por un pesimismo profundo y por una falta casi absoluta de compromiso moral, lo que le permitía viajar con insólita audacia a donde nadie se había atrevido a ir, mostrar de la figura humana sus aspectos menos confesables en un intento -creo que esto lo dijo Julia Kristeva- de desvelar en la lengua una autenticidad enterrada, que no es otra que la verdad innombrable de la emoción.

¿Y cómo se llega a la emoción? Por el camino del estilo, por muy pesimista que sea uno y, por tanto, por lógica, poco emprendedor. Pero Céline, que era un pesimista radical, fue al mismo tiempo un profundo renovador de la novela del siglo pasado, tal vez porque, a pesar del amargo abismo en el que vivía, estaba fuertemente obsesionado en cambiarle a la literatura francesa el estilo: "Y digo que lo que se hace actualmente son novelas inútiles, porque lo que cuenta es el estilo, y nadie quiere someterse al estilo". Nos hallamos, pues, ante una curiosa, aunque a decir verdad no demasiado sorprendente, paradoja: Céline era a la vez pesimista y renovador. Y era alguien que sentía que, a excepción de los "pequeños dramas pederastas" de Proust, la literatura francesa del siglo XX no estaba a la altura de la época y era preciso que se comprendiera que la novela había dejado de tener la misión que tuvo en los tiempos de Balzac o Flaubert, pues su rol documental, e incluso el psicológico, había terminado.

Esto podría llevarnos a pensar que Céline fue un hombre de ideas cuando más bien fue "un hombre de estilo". Los mensajes no eran el territorio ideal para quien veía que era "muy difícil inventar palabras, y muy difícil cambiar de estilo. A tal punto que es justamente eso lo que le hace falta a nuestra pequeña civilización francesa, que habrá durado 400 años, cuatro siglos, nada de nada. Y están aferrados a eso, porque ya no tienen fuerza, la pasión necesaria para cambiar el estilo".

Seguramente su aportación más importante a las letras fue la creación de un personalísimo, amargo y terrible estilo que tuvo de compañera de viaje la monstruosidad moral y anticlásica de su obra, aunque hoy día, para qué vamos a engañarnos, esa monstruosidad forma parte del terrorífico y desgraciado mundo en el que vivimos y, precisamente por esto, a estas alturas del desastre, Céline es un clásico.

Céline es un clásico y el autor de reflexiones como éstas: "En el juego del hombre, el instinto de muerte, el instinto silencioso está colocado en el centro junto al egoísmo. Ocupa el lugar del cero en la ruleta. El casino gana siempre. La muerte, también". Frases de este estilo eran las que decía también Bardamu, el narrador de Viaje al fin de la noche, un tipo que no iba exactamente caminando por la vida, sino rodando por ella, pues a veces parecía que esa vida la viera como un tobogán con hechuras de escalera de caracol por la que ir cayendo más rápido a cada nuevo peldaño, internándose cada vez más en el peligro y anticipando de paso el existencialismo. Todo esto y mucho más puede decirse de Bardamu, es decir, de Céline, que fue maestro del vértigo y nos dejó asquerosas lecciones de abismo y también lecciones de un realismo sucio de verdad, de un realismo de esos que llegan hasta la médula ("Una vez dentro, hasta el cuello") y en el que residía su gran fuerza de narrador, su ruido y su furia, también su genialidad, esa genialidad suya que a mí me parece que le llevó a inventarse un tipo de realismo en verdad sucio pero al mismo tiempo de una cierta ambigüedad que le permitía jugar a simular que participaba de las tendencias literarias del momento, es decir, de ese resurgimiento que hubo en los años treinta del realismo (Brecht y compañía, ya se sabe), de la novela populista y de cierto compromiso político, aunque, eso sí, participando de una forma muy peculiar, pues los modelos utilizados por él (principalmente el de Zola, al que decía admirar pero detestaba) quedaron pulverizados, convertidos en unos ingenuos caballitos de parque de atracciones trasnochado al lado de una escritura que, viajando al fin de la noche, fue mucho más allá de la feria del realismo y nos dejó dicho en boca de Bardamu que "hay que oír en el fondo de todas las músicas la tonalidad sin notas, compuesta para nosotros, la melodía de la muerte", o lo que viene a ser lo mismo: que el casino gana siempre.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 28 de noviembre de 2003