VIAJAR A MARRUECOS es siempre la historia de un reencuentro. La esencia de lo que fuimos en otro tiempo. El sello de una cultura y un legado compartido durante siglos.
Habíamos dejado atrás las calles y plazas de Rabat, Fez, Casablanca y Marraquech. Nuestro destino era el sur del Alto Atlas, unos pueblos en las montañas de gentes humildes y amables que te reciben con sonrisas. Marzazat (mar es lugar, y zazat, silencio); atravesamos el valle del Dades y contemplamos la belleza de los desfiladeros de las gargantas del Todra. Piedra y agua en un oasis de tierras fértiles a las puertas del desierto más grande y misterioso del mundo.
Nuestro guía bereber, Soussi, nos quería invitar a merendar té y almendras con miel de dátiles en la casa de sus padres, en la kasbah de Ait Benhaddu. En la foto que conservamos del grupo de amigos en su terraza aparece su madre con mi mujer y mi hija. También sus sobrinas, y él, con su digno y viajero turbante blanco, sentado al lado de mi hijo.
Fue una tarde de ricas conversaciones y anhelos que están por llegar. Y al final, Erfud, pueblo ya del desierto, donde una tormenta de arena volvió todo de una niebla rojiza. Así fue la bienvenida del Sáhara. Nos levantamos a las cuatro de la madrugada para ver amanecer desde la gran duna, 60 kilómetros más al sur, casi en el paso de caravanas de Argelia. Allí estaban, por fin, los perfiles de la inmensidad. Ante tal espectáculo de luz tan pura sólo pude dar gracias a la vida. Caminé descalzo sobre las arenas y soñé con un mundo en paz, la que yo sentía en aquel momento; un mundo como el desierto, lleno de fronteras que no existen.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de noviembre de 2003