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Crítica:

Bajo el signo del río

El asesinato de una joven vuelve a reunir a tres amigos de la infancia unidos fatalmente por el secuestro de uno de ellos treinta años atrás. La tragedia y el destino discurren sobre un tiempo incesante y fijo en Mystic River, la novela de Dennis Lehane que ha inspirado la película del mismo título dirigida por Clint Eastwood.

Matan a una muchacha de 19 años detrás de la pantalla de un autocine abandonado. La persiguen por el parque, le pegan con un palo, le dan un tiro en la nuca, una noche del año 2000, y la investigación es difícil: la lluvia dejó pocas huellas. La policía descarta los motivos habituales, el dinero, el amor y el odio, aunque parece que la víctima conocía al asesino. Y, un día de 1975, dos degenerados se hacen pasar por policías y se llevan a un niño en un coche que huele a manzana. Sobre estas dos alteraciones del mundo normal transcurre Mystic River (2001), la novela de Dennis Lehane que Clint Eastwood ha convertido en película.

El lugar es Buckingham, ciudad imaginaria que podría estar por donde cae Boston, y los personajes del secuestro y el asesinato son los mismos, unidos fatalmente al cabo del tiempo. Los dos niños que vieron secuestrar a su amigo son ahora un comerciante y un policía. El comerciante robó en la juventud, conoció la cárcel, se reformó por amor a su hija, y es sobrio, recto y trabajador: dedica a su familia y su negocio la extraordinaria inteligencia que le permitía desactivar alarmas y desvalijar joyerías antes de cumplir la edad para beber en público. Su hija primogénita ha sido asesinada. El policía que lleva el caso fue infantil compañero de juegos, pero anclado en la otra cara de la sociedad local, partida en dos barrios, la Colina y las Marismas (the Point and the Flats, en el original), es decir, colegios privados y familias que rezan y votan unidas, frente a escuelas públicas y divorcios y desprecio por las instituciones.

MYSTIC RIVER

Dennis Lehane

Traducción de Maria Via

RBA. Barcelona, 2003

456 páginas. 21 euros

Hay un tercer amigo de la infancia: el niño robado, que escapó de los depredadores y creció, hombre inseguro, sin trabajo fijo, buen padre. Provoca un sentimiento desagradable: lástima. Es el gran sospechoso del crimen del autocine: aquella noche llegó a su casa ensangrentado y herido en una mano. Destruyó la ropa manchada y ahora cuenta tres versiones distintas de cómo se hizo daño. Tiene secretos, la mente sucia: la memoria le duele. Sobre él pesa toda la gravedad de esta historia, que corre bajo el signo del río, el pantanoso río Mystic. El río fluye para que permanezca lo que yace inamovible en las profundidades: el verdadero tiempo incesante, fijo, como un muerto lastrado; el tiempo de las cosas que uno hizo o sufrió y no puede quitarse de la cabeza.

Dennis Lehane es autor de

media docena de novelas protagonizadas por los detectives privados Angie Gennaro y Patrick Kenzie, pero Mystic River es una novela fuera de la serie, excepcional en su género (y es buena, cuidadosa, la traducción de Maria Via). La trama agudiza siempre el paradójico deseo, propio de los lectores de intrigas policiales, de saber qué pasará en la próxima página para averiguar por fin lo que pasó. El asunto de Mystic River es el destino, la fatalidad del tiempo, lo trágico, es decir, el irremediable fracaso humano, seas vengador, representante de la justicia, inocente o culpable. Vence el que decide que su voluntad y sus creencias son la verdad incontrovertible, aunque la sepa falsa. Es el momento en el que el padre vengador se reconoce malo ante el espejo, mientras se afeita, y se acepta, rey de su mundo, más allá de la culpa incurable.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 13 de diciembre de 2003

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