Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
Crítica:CRÍTICA

Virguerías y soserías

El casi desconocido cineasta neozelandés Peter Jackson se ha convertido, al llegar este tercer salto mortal de su alarde de circo informático El señor de los anillos, en toda una celebridad planetaria.

Su intrepidez parece no conocer límites y ciertamente Jackson ha atravesado, haciendo de punta de lanza de un enorme equipo de escenificación y filmación, algunas fronteras trazadas, y por ello difíciles de romper, por las duras leyes del comercio de cine. Su juego en la cuerda floja con los resortes y recursos más ingeniosos y sofisticados del cine espectáculo -una habilísima reducción de la imaginación a fantasía e incluso a fantasmagoría- es en sus manos de una noble pero mareante eficacia; y esto, que se incubó en los balbuceos de la primera entrega de la saga (La comunidad del anillo) y se acentuó en las astutas marrullerías de la segunda (Las dos torres), llega ahora a los bordes de la maestría en esta tercera parte del enorme tinglado de gran guiñol (El retorno del rey) de esta monumental reducción a gran tebeo de la intrincada literatura fantástica de Tolkien.

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS. EL RETORNO DEL REY

Dirección: Peter Jacson. Intérpretes: Elijah Wood, Liv Tyler, Ian McKellen, Viggo Mortensen, Ian Holm, Cate Blanchett, Christopher Lee. Género: aventuras. Estados Unidos / Nueva Zelanda, 2003. Duración: 201 minutos.

Si ingente es la aportación de Jackson y su gente a las astronomías del negocio del cine y sagacísima su utilización funcional de los efectos sonoros y visuales de laboratorio, que manejan con endiablada astucia, su trabajo deja ver una quiebra, una fractura, una grave desproporción entre -sirva esta simplificación para entendernos- las aportaciones industriales y las artísticas. Jackson y su gente, que glorifican la lógica de la aventura, en cambio no se salen ni un milímetro de la resultonería y el conservadurismo en lo que respecta a sus (ciertamente escasas, por no decir nulas) contribuciones a la búsqueda de articulaciones del lenguaje cinematográfico, es decir, al cine considerado como verdad, como forma de conocimiento. Porque en El retorno del rey es abrumador -y ahí anida la gravedad de esa desproporción- el dominio del marco visual sobre la materia enmarcada. Es ésta una materia narrativa y dramática que en la -más aparatosa que compleja- pantalla de Jackson carece de zona subterránea, es pura cosmética, es piel, cáscara. Eso sí, cáscara de oro: deslumbrante y de arrolladora capacidad de engatusamiento, pero vana, que suena a hueco.

No hay imagen profunda en El retorno del rey. Se mezclan de manera exterior y fácilmente perceptible las graciosas conquistas iconográficas, los automatismos visuales y las llamadas a la rememoración de los meandros del recorrido de las dos anteriores entregas de El señor de los anillos. Y se percibe aquí, tras el largo aprendizaje de las dos partes precedentes, un manejo más suelto de los hilos del complicado juego, indicios de un aprendizaje de Jackson y su gente de los rincones y escondrijos del enrevesado telar del que hacen brotar un tejido fílmico demasiado sobrecargado de acontecimientos, de trucos y de ajetreos. Y los abundantes e ingeniosísimos hallazgos -algunos de notable gracia y pegadiza singularidad, como el episodio de la araña gigante y la carga de los elefantes, entre muchas otras preciosas batallitas dentro de la sosa y desmedida gran batalla- nos ponen ante el secreto a voces de las insalvables arritmias de fondo que padece, como sus hermanas mayores, El retorno del rey: que hay mejor cine en las minucias que en el todo; que el esplendor de los inventitos choca con la espesura del gran invento. Y gozamos de una riada de maravillosas virguerías que alimentan el cauce seco de un río estruendoso, rimbombante, repetitivo y algo tedioso.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 19 de diciembre de 2003