Cuando el portavoz gubernamental Eduardo Zaplana denunció la supuesta inconstitucionalidad del pacto catalán y de izquierdas, Pasqual Maragall dijo: "No me entienden". Después se corrigió: "No me quieren entender". Cuando él mismo dijo su famosa frase sobre la Corona de Aragón y recibió invectivas -"son maragalladas"- incluso de su propio partido, dijo primero lo mismo -"No me entienden"-, pero después explicó en público: "No me quieren entender". Y después aprovechó una escala en Madrid, volviendo de su homenaje a Salvador Allende en Chile, para reconvenir a sus amigos: "Los otros no me entienden, y ustedes no me quieren entender".
En plena campaña electoral, un alto dirigente del PSOE dijo en un almuerzo privado: "No es que no le quieran entender, es que no se le entiende: cada vez que habla pierde un voto". A él no le importan esas críticas: las propicia. Su madre le decía, cuando comenzó su carrera política, que no podía concurrir con aquellos pelos. "Son los que tengo, ¿cómo me los voy a arreglar, si son así?". Su pensamiento es también como su pelo, rebelde, o al menos enmarañado: ¿cómo se lo va a peinar? Él cultiva la apariencia del desaliño, pero nunca se le arrugó una camisa. Cuando le dijo a la derecha en su inauguración parlamentaria como presidente in péctore de la Generalitat aquella frase a la que tantas vueltas le han dado -"el drama está servido"-, sólo quería ponerle color a la metáfora. El revuelo le alerta: "Pero ¿qué he dicho? No me quieren entender". También citó en esa ocasión a Salvador Espriu -"la verdad es un espejo roto"-, pero ahí no se detuvieron los exégetas. Cuando presentó en Barcelona, en plena campaña electoral, su libro bilingüe Maragall afirma terminó diciendo a los periodistas que le escuchaban: "¿Y cómo quieren ustedes que yo mismo entienda lo que está pasando, si en Cataluña me llaman españolista y en Madrid soy un independentista peligroso?". Se habrá aliviado cuando el Rey le dijo a Benach: "Hablando se entiende la gente". Al menos, una palabra de entendimiento. Él cree que el problema no es suyo: los otros son sordos, "pero todos sabemos que la sordera es curable".
Es un samaritano. A la mañana siguiente de su derrota virtual de las últimas elecciones se fue a ver a un hospital a la esposa operada de un colaborador de su campaña, y cuando ya esa derrota se convirtió en victoria acudió -"va por ti, Joan"- a la casa del veterano dirigente socialista Joan Raventós, que intentó ser en 1980 lo que desde ayer es Maragall y que ahora reposa gravemente enfermo en su domicilio de Barcelona. Y es muy familiar: la foto que le retrata mejor es aquella en la que, después de uno de los debates que condujeron a su elección definitiva como presidente de la Generalitat, acaricia con una mano las mejillas de José Montilla -el cordobés catalán que le ha hecho la negociación con Esquerra- y con la otra sostiene a su nieto Gabriel, de tres años, por el que deja cenas y actos.
Y es un lector. En los últimos días, entre debate y debate, ha leído una antología de poetas norteamericanos sobre Nueva York después de los atentados, ha ojeado un libro de Michael Moore sobre el estúpido hombre blanco, y se ha detenido en una obra de Edward Said, Orientalismo, que se abre con esta frase de Marx: "No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados". Es un gran lector de poesía, de la de su abuelo Joan y de la de Miguel de Unamuno, cuya correspondencia siempre quiso unir. Y de la de Eugenio Montale, que le acompañó en su tiempo romano y que estas noches le regala esta metáfora: "Una vez recorrido el camino, si miro hacia atrás, resulta más largo...".
Una vez dijo en Barcelona: "El poder da un carisma de no te menees". Ahora confía en que el carisma sea una prótesis contra la sordera de los que persisten en no entenderle.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 21 de diciembre de 2003