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COLUMNA

Regalos

El regalo tiene como primer destino halagar, pero es fácil que se convierta en una ofensa. Puede resultar humillante cuando su pobre valor evoca una menguada consideración del otro; pero llega a ser también una humillación cuando en el intercambio alguno de la relación se ve aplastado por la incomparable magnitud del obsequio. El arte de regalar se relaciona mucho más con el poder que con el amor, y la impertinencia de una donación puede crear efectos desastrosos. De ahí que cuando el criterio falta y las prisas abocan a actuar sin esmero se incube, en estas fechas, una metralla de malestar sin cuento. Paradójicamente hoy, cuando mayor atención social se presta a la tarea de obsequiarse, menos producto afectivo se alcanza. Regalar en Navidad, lejos de constituir una acción mediante la cual aumenta la estima del donante y el donado, pasa a convertirse en una esclavitud que mantiene en brega a los ciudadanos, desde un comercio abarrotado a otro, desde un embotellamiento a su secuencia sin término. Finalmente, el residuo de esta práctica extrema se concreta en fuerte resentimiento contra el orden navideño. Pero incluso ese malestar extiende el rencor hasta la persona concreta que por su posición social, su amistad o su parentesco, nos carga con la responsabilidad de dedicarle buena parte de nuestro tiempo y nuestro esfuerzo justamente en estos días en que lo apropiado sería no dedicarse a nada. La situación llega a ser tan exasperante que, en ocasiones, los regalos cambian su condición de productos benéficos, seleccionados para contentar, y se transforman en tortuosos artículos que, en no pocas ocasiones, tratarán de endosarse al próximo receptor quien, a su vez, podría reciclar la mercancía para seguir impulsando la circulación del adefesio. O del maleficio. Regalar nos somete y, como reacción, tratamos de trasladar a los demás la misma carga. Con lo cual, fatalmente, la conclusión llega a ser ésta: aquello que nació como un signo de reconocimiento se convierte en un elemento rutinario o de negación de los otros. Mientras ellos, a su vez, hacen lo mismo: nos esperan meticulosamente provistos de sus odiados envoltorios con lazo, ansiosos por conseguir nuestra exterminación.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de diciembre de 2003