España ganó un millón de habitantes en diez años: bastantes más, probablemente, si supiéramos cuántos son los clandestinos, o cuántos hay "ilegales". Son los pequeños españoles, marginales, los sometidos a leyes especiales que les obligan a más y les benefician en menos: son los no admitidos en colegios, viviendas, locales o centros. Son pobres, pero no como los nuestros: tienen una piel, un pelo peores y se les distingue a primera vista. Los taxis les pueden negar el transporte, y algunos lo hacen; las casas de comidas, su acceso. Y las monjitas discriminarán su ayuda. El impulso que les ha traído es salvar la vida; la repatriación supone la muerte, y se realiza en oleadas sucesivas, a veces apenas caídos, exhaustos, en las playas. No es una muerte inmediata, pero sí estadística: en los países de los que huyen la media de vida puede ser menos de la mitad que en España. Y no es lo peor esa muerte, sino la vida de cada día con hambre y miserias. Ah, pero son excelentes pequeños españoles para ser explotados por la colusión de política y empresa que forma el neoliberalismo, y los seres ideales para ser explotados sin protesta. Si en torno a ellos se tejen además leyendas de delincuencia natural, el miedo que se les tenga o la distancia a que se les sitúe no podrá ser acusada de racismo, sino de precaución. Nada de esto es un invento español: está en Estados Unidos, donde se acaban de legalizar unos ocho millones de inmigrantes para hacer trabajos que el ciudadano americano no quiere hacer; y está en la historia. Viví hace medio siglo en Francia, y leía en la sección de sucesos que el atracador, el violador o el asesino, tenían "aspecto español", o un acento que les delataba como españoles. Los franceses no tenían esta noción que tenemos ahora de que los ciudadanos de este país están divididos en autonomías y proceden de la costilla de Júpiter, o de la de Apolo o Diana, y creían que todos éramos españoles: bueno, yo menos: alto, de pelo claro y tez blanca y quizá otros rasgos que procederían de mis antepasados irlandeses o de los franceses que también tengo, y con pocos rasgos de mis judíos castellanos y mis sevillanos quizá morunos, yo era de la casta superior.
Como la verdad no depende de la geografía, ahora que soy peregrino en mi patria sigo siendo superior a esos africanos o indiucos, a esos asiáticos o árabes. Y es tan ferozmente tonta la naturaleza humana, que no estoy contento de mi superioridad. Porque sé que es falsa. Geopolítica.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 14 de enero de 2004