Tiempo hubo en el que las arcas reales y el erario público venían a ser lo mismo. Si el monarca de turno no tenía un euro, no podía, como es lógico, pertrechar un ejército y enviar a su muchachada a la guerra. Tampoco podía construirse lujosos palacios ni villas de recreo, ni adecentar los caminos y construir el puente por donde llegaran sus humildes súbditos al despacho del recaudador real a pagar pechas. Todavía quedan estados republicanos o monárquicos, o dictatoriales, en este maltrecho Planeta Azul en los que esa situación se acepta con normalidad. En este mundo globalizado todavía se habla con frecuencia de esta o aquella monarquía feudal, o de este o aquel sátrapa, presidente de la república, que convirtieron su empobrecida nación en un cortijo a su antojo. Lo público y lo privado están unidos, como el agua a la esponja, en esos malparados países. En los países de cultura occidental y de tradición grecolatina, judeocristiana, ilustrada, liberal y constitucional, lo de las arcas reales es historia desde hace varios siglos. Aquí se vive, afortunadamente, a la sombra de las ideas que desencadenaron la Revolución Francesa: los asuntos referentes a las arcas, al poder, y a las relaciones entre lo público y lo privado, tienen otro carácter y se ven con otros ojos.
Hace apenas nada y a orillas del caudaloso Rin, se vio obligado a dimitir un ministro del interior a causa de una nimiedad. Por algo tan insignificante como una carta de recomendación de los productos de la empresa de muebles de un amigo o pariente, que para el caso tanto da; una carta en la que aparecía la firma del ministro y el membrete del ministerio. La opinión pública, la sociedad civil y los partidos políticos democráticos no suelen contemplar pasivos esas nimiedades en que se mezclan los negocios, lo público y lo privado de los ministros. Qué le vamos a hacer. En los países occidentales suceden las cosas de tal guisa, y los ministros dimiten, aunque sean del partido liberal, como lo era el aludido.
Poco antes o poco después, que las fechas se borran pero no los hechos, un popular y populista presidente de un estado federal germano, Baden-Württemberg, también se vio obligado a dimitir por lo mismo del lienzo. Lothar o Lotario era francamente simpático y agradable en sus apariciones públicas; era un político relevante en su partido, la conservadora Unión Democristiana, y las buenas o malas lengua susurraban, en su formación política, que le hacía sombra al entonces Canciller de la República. Aquel popular político dejó el poder y la política a orillas del industrial río Neckar, porque la opinión pública tuvo conocimiento de otra nimiedad: se había ido de vacaciones o realizado algunos viajes no oficiales, y los viajes o las vacaciones las habían sufragado algunos hombres de negocios. Y es que esas nimiedades, en las que se mezcla lo público y privado en el poder, si tienen lugar a orillas del Rín, del Siena, del Támesis o del Tíber, no las digiere la opinión pública, aunque agoten las farmacias el bicarbonato.
En las historias mencionadas del ministro de los muebles recomendados y del simpático presidente del gobierno de los Suabos, no hubo querellas ni procesos judiciales. Dimitieron y santas pascuas. Lo cual seguramente benefició a sus respectivos partidos. Pero a orillas del pedregoso y seco río de la capital de La Plana, las nimiedades que mezclan lo público y lo privado y los negocios y el poder, no obligan a nadie a nada. Que se lo pregunten, si no, a la sombra del presidente de nuestra provincial Diputación.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de enero de 2004