Todo era mucho más sencillo hace una semana.
El circuito profesional norteamericano continuaba su gira por el Estado de Hawai saltando de la isla de Maui a la de Oahu. Allí, en Honolulu, en el campo de Waialae, le esperaban un nuevo torneo y una niña con un sueño. Aprovechando que el Sony Open se disputaba en el campo en el que le salieron los dientes, los organizadores ofrecieron una invitación para participar a Michelle Wie, de 1,80 metros, de 14 años, estudiante de noveno grado, la niña prodigio del golf. Era una niña, era un sueño, era un capricho sin mayor trascendencia. Una anécdota.
Así lo entendieron todos.
El remolino mediático que se organizó a su alrededor fue mínimo, muy inferior obviamente al circo que rodeó a la sueca Annika Sorenstam, la mejor jugadora del mundo, cuando en mayo pasado se convirtió en la primera mujer que en 58 años participaba en un torneo de la PGA norteamericana. Aquello fue la guerra de los sexos, un peldaño más en la lucha por la igualdad hombre-mujer. Aquello fue una acción trascendente y deliberada, casi la demostración de que en el golf el sexo apenas importa. Aquello fue un debate abierto y enriquecedor.
Nada de eso ocurrió en Hawai.
Antes del torneo, mientras la grácil y estilizada figura de Wie, niña inteligente, la mejor de su clase en matemáticas también, conquistaba a los entendidos, que admiran su potencia y su elasticidad, la fuerza con que maneja el driver
, la elegancia de su swing puntuado por el tintineo de los corales de sus largos pendientes, el debate puro y duro se centraba en un solo punto: ¿es bueno para una niña así que se le concedan sus caprichos?, ¿no corre el peligro de quemarse?, ¿no se está pasando su padre, B. J. Wie?, ¿no será un caso más de explotación infantil?, ¿no era acaso más cierto que Tiger Woods a su edad, en vez de buscar deliberadamente la frustración de enfrentarse a los mejores de su oficio y caer ignominiosamente derrotado, prefería profundizar en el aprendizaje del arte de la victoria, o sea enfrentarse a los de su edad, derrotarlos regularmente, acostumbrarse a ganar?
Eso pensaba el mundo del golf. Qué error, qué inmenso error. Nadie daba un euro por sus posibilidades de salir indemne de la experiencia.
Wie, que juega como una persona adulta y desarrollada, pero habla y piensa como una niña, decía: "Claro que creo que ganar ayuda, pero también creo que ganar una cosa grande ayuda más que ganar diez pequeñas. Una vez que has ganado un torneo júnior, es fácil ganar muchas veces. Lo que hago ahora es prepararme para el futuro. Según una encuesta, el 70% de la gente piensa que no voy a pasar el corte. Así que, si lo fallo, nadie se va a entristecer. Sólo yo, y no creo que eso sea malo. Es lo que quiero hacer y la gente no tiene derecho a juzgarme".
La mayoría acertó. Wie no pasó el corte. Pero la forma en que se quedó a las puertas de seguir jugando el fin de semana nadie la había previsto. Falló el corte sólo por un golpe después de acabar al par del campo -una primera ronda de 72 (+2) y una segunda de 68 (-2)-, empatada con, por ejemplo, Jim Furyk y Ben Curtis, ganadores cada uno de un grande la pasada temporada.
El asunto ya no es tan sencillo. Aquella frase inicial del gran Davis Love -"tiene uno de los mejores swings que he visto, punto"-, emitida dos días antes del comienzo del torneo, cobró repentinamente pleno significado.
Ya nadie habla de Wie como de una niña consentida. Nadie cree que su educación corra peligro. Antes, al contrario. Todos los testigos creen que han asistido a un hecho asombroso: que en Wie, a sus 14 maduros años, sí que se han borrado las fronteras de sexo en relación con el golf. Nadie había visto nunca eso, a un golfista de 14 años, niña o niño, hacer algo parecido a lo que Wie hizo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de enero de 2004