Conciencia: cosa etérea. Menos: el éter debe tener cierta consistencia, y la conciencia, no. Es una vocecilla interior: nunca la escuché. ¡Qué susto me hubiera dado! Aznar se va con ella tranquila, dice. La vocecilla le grita "¡Olé!". Entrar en una guerra, dejar que el chapapote llegara a la costa, cambiar la enseñanza de una manera ruda y maniática, lanzar el decretazo del trabajo, permitir que la vivienda llegara a precios inverosímiles y algunas cosas más no obstan. Decir al Congreso cosas que no son ciertas, tampoco. A fin de cuentas, la conciencia es una noción de sí mismo. Un invento del poder católico, sutil pero fuerte, para que el individuo se vigile solo, gratis: el concepto del bien y el mal se lo dan los catecismos unidos a los códigos penales y la serie de normas de fuerza. Muy buen católico -como son ellos-, Aznar cumplió su idea del bien, y se va "donde no moleste". Es difícil: siempre se molesta a alguien, y si no se conserva poder, se lo van a decir. Pero puede no hacer caso: es lo bueno que tiene la conciencia. Y Aznar es cómplice de Dios. La manera de colocar la religión en la enseñanza es probablemente el punto que da a un alma la salvación por toda la eternidad, como se dice en una de las obras teológicas más interesantes de la escuela española, Don Juan Tenorio. Con respecto a esa cuestión, me preocupa si en las demás asignaturas del bachillerato se han hecho los cambios necesarios para que coincidan con la religión. Va a ser muy difícil meter el creacionismo (la serpiente, la manzana) en medio de lo que ya se sabe del origen de la vida; y colocar el alma en el estudio del cuerpo humano. (No, qué tontería, no es difícil nada: la mentira, la ignorancia han presidido siempre la sabiduría obligatoria y estatal).
Se va, pues, con su buena conciencia: lo proclama. Advierte que el mal está detrás de la puerta: los socialistas no saben lo que es España. No tienen esa consciencia, matiz de la conciencia que el malo no conoce. Él, sí. Y su discípulo Rajoy. Callado sujeto. Sólo dice que va a continuar y repite, como toda la corte monclovita, que qué bien lo ha hecho, qué bien está todo. Creo que el permanente pensamiento de la publicidad ha maleado la humildad: puesto que ensalzarse a sí mismo está admitido, todo el mundo puede hacerlo. Pero ésa es otra historia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 21 de enero de 2004