Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra

Renovando la leyenda de La Capitana

El impacto del Flamenco Festival USA es sorprendente, con éxitos diarios y críticas entregadas. Los resultados del viernes fueron los siguientes: Sara Baras (Nueva York): lleno y standing ovation (ovación de pie); Manuela Carrasco (Cleveland): lleno y standing ovation; Compañía Andaluza de Danza (Boston): lleno y standing ovation.

La invasión flamenca no es exactamente una novedad aquí, por otro lado, porque el siglo pasado pasaron temporadas enteras Carmen Amaya (que no sólo asaba sardinas en el Waldorf Astoria, sino que compraba los abrigos de pieles de siete en siete en la Quinta Avenida), Pilar López, Antonio Ruiz Soler o Farruco, entre otros: ellos son los padres fundadores de este amor loco que Nueva York siente por el flamenco.

Sobre todos ellos, Carmen Amaya, La Capitana, a quien el coreógrafo y bailarín José Antonio ha dedicado el montaje La leyenda, que se pudo ver anoche (madrugada de hoy en España) en el City Center, y a la que el festival dedica un ciclo de cuatro películas en el Instituto Cervantes.

Amaya (Barcelona, 1913-Bagur, Girona, 1963) vivió fuera de España entre 1936 y 1947, y pasó en EE UU casi toda la guerra mundial, de 1941 a 1945. Aquí forjó, seguida a todas partes por una troupe de 25 familiares y músicos gitanos, su figura de estrella mundial y su halo de mujer de una pieza, desprendida como nadie. Un día compró 25 relojes de oro para la compañía: "Así llegaréis puntuales a los ensayos", les dijo.

Orson Welles ("la mejor bailarina del mundo"), Charles Chaplin ("¿me pregunta por qué me gusta tanto el baile de Carmen Amaya? ¡Vaya usted a verla!") y Greta Garbo ("Carmen Amaya es el arte") edificaron el mito tanto como su baile salvaje, fuera de normas, y sus anécdotas geniales. Otro día, en 1945, un enviado de la Casa Blanca fue a pedir a la gitana del Somorrostro que bailara ante el presidente Roosevelt. Según cuenta en su biografía el francés Mario Bois, Amaya aceptó sin dudar, bailó, se negó a cobrar nada y Roosevelt le envió al día siguiente una joya, un bolero de oro y brillantes. Carmen convocó a la compañía entera, sacó el regalo y, con unas tijeras, fue desprendiendo las piezas para regalárselas a los demás.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 1 de febrero de 2004