De bien antiguo es conocida la costumbre de realizar reuniones comerciales que con el nombre de ferias tenían como objetivo el intercambio y la transacción de productos necesarios para el trabajo, la alimentación y el entretenimiento. Pero las cosas cambian; clausurada ya la feria de Fitur hemos podido, no sin admiración y perplejidad, contemplar cómo ahora el producto a la venta en estas ferias no es otro sino el mismo territorio, el paisaje y el desarrollo económico. Políticos y constructores se han dado cita en Madrid para apostar y repartirse el jugoso trozo de negocio que representan el turismo y el ladrillo. Cuestión ésta que sin suponer gran sorpresa significa, sin duda, un paso adelante hacia la expoliación y venta de nuestra personalidad como pueblo. Una vez más el dinero público se pone a disposición del robusto aparato de desarrollo privado. Los amos del cortijo muestran sus fauces aún con restos del último banquete, y los criados, oposiciones que no se oponen, se apresuran a contentar a sus señores con muestras de fidelidad y comprensión. Constructores y negociantes acampan en el regazo público y colocan el cartel de "se vende". En esta ocasión, el País Valencià.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 4 de febrero de 2004