John Edwards es Mr. Nice, el hombre de la visión positiva que critica con suavidad a sus compañeros demócratas y al que casi todo le parece estupendo, el abogado que hizo una fortuna seduciendo a los miembros del jurado con la misma sonrisa con la que hace campaña, y que ahora recibe votos de mujeres y de los que buscan caras nuevas, aunque sea a costa de una cierta superficialidad. Edwards se ha colocado donde quería -segundo en una carrera, la de las primarias, que aún no ha terminado- y, ocurra lo que ocurra, tiene futuro político.
Si no le queda más remedio, aceptará ser candidato a la vicepresidencia. Su estrategia ahora, después de ganar en casa -Carolina del Sur-, es demostrar, como hizo en Iowa, que tiene dimensión nacional. Mayor de lo que indica su aspecto juvenil, Edwards nació hace 50 años en Carolina del Sur y fue educado en la austeridad de una familia en la que el padre era un trabajador del sector textil y la madre, una empleada de correos. Creció en Carolina del Norte, de donde es senador.
Él mismo, que fue un chico modelo -en estudios y deportes, además de romper corazones-, trabajó un tiempo en la fábrica de su padre y fue el primero de su familia en ir a la universidad. Se hizo abogado defensor y ganó sonados pleitos gracias a que supo dar a los jurados la misma imagen que le da resultado en política: elocuencia, persuasión, capacidad de ponerse en el lugar del otro. En 1988, cuando se presentó con éxito al Senado, ya era millonario gracias a la toga.
En el Senado, Edwards sintonizó bien con el populismo centrista de Clinton, con el que se le compara con frecuencia por algún parecido físico, por el origen sureño y por el instinto político: defensa de los intereses de los trabajadores, medidas para facilitar el acceso a la universidad, recortes fiscales para clases medias, valores familiares, apoyo a la pena de muerte y al derecho al aborto. Es proteccionista en asuntos comerciales y no tiene casi nada que decir en política exterior. Su gran tema de campaña, lo que repite sin piedad una y otra vez, es la necesidad de superar las dos Américas, la de los favorecidos y la de los débiles. "Y esta victoria", dijo el martes por la noche en Carolina del Sur, "quiere decir que la política de ayudar a la gente gana a la de destruirla".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 5 de febrero de 2004