Germán Echevarría (Bilbao, 1945) saca a la luz un apretado haz de poemas que supone una inmersión de reflexiva añoranza en torno al fugaz paso del tiempo. Son treinta y tantos años de recuerdos y ausencias.
Por su forma de mirar el mundo, deducimos que tuvo un primer impulso que le marcó para siempre. Fue cuando tuvo la primera necesidad de escribir, dado que el vivir no le bastaba para expresar la vida. De aquella primera necesidad surgió todo lo demás, donde brota el poeta con vocación impresionista; el panteísta que quiere comunicar algo que le ha entusiasmado o sorprendido o, simplemente, porque se siente feliz.
El material de trabajo es el amor, la amistad, el recuerdo permanente del amigo perdido, entre otras experiencias vivenciales, sin excluir la suma de lugares visitados en los que aprovecha para transformarse en atento viajero de especial mirada. Ni mejor ni peor que la de nadie. Simplemente es la suya. En ocasiones, sus sentimientos saltan afuera como diminutos haikús que contaran todo sin que sean, como son, guardadores de algo. En realidad parece explicarnos que siempre se dejan algo ausente.
Con naturalidad, sin rubor alguno, habla del alma, y suena a verdad sentida. Son como plegarias laicas, formuladas por una inteligencia sensible o, si se quiere, por una sensibilidad sumamente inteligente. Al llegar aquí vienen pintiparadas unas palabras de Louis Aragon que se ajustan a la realidad de Echevarría: "La emoción poética es la señal del conocimiento alcanzado".
Por ser una poesía despojada de adornos, con la casi nula aparición de metáforas, no es imposible que alguien la tilde como prosa. Suponiendo que fuera cierto, no es menos cierto que es una prosa sumamente esenciada y límpida, además de estar ordenada en el papel con fulgente destreza.
Germán Echevarría: Memoria lírica (Poemas, 1964-2002). UPV. Bilbao, 2004, 275 páginas, 17 euros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 10 de febrero de 2004