Mucho se ha comentado durante estos días unas manifestaciones de la Conferencia Episcopal, en las que la libertad sexual y el divorcio eran considerados los agentes o los demonios causantes de los malos tratos y asesinatos en la pareja. Pues bien, coincidiendo en el tiempo con estas opiniones se ha conocido una sentencia de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Córdoba que, confirmando otra del Juzgado de lo Penal número 1 de esta ciudad, condena a un sacerdote de la parroquia de El Salvador de Peñarroya a 11 años de prisión por abusos sexuales a seis niñas con edades comprendidas entre ocho y nueve años.
Hoy, cuando escribo, el obispo de Córdoba que, inicialmente confirmó su apoyo a este cura por caridad cristiana y se olvidó del rebaño, ha decidido retirar al pastor de la parroquia. Está en expectativa de destino. Un destino que, lógicamente, debe ser la prisión y no una catequesis o un confesionario ya que, según la sentencia, servía para violentar la libertad de las pequeñas. De esas niñas que miraban cómo sus simpecados eran utilizados por este sacerdote para cometer los suyos en su propia Iglesia, ofendiendo a su Dios y haciendo añicos su inocencia y su libertad. Es bueno que el Obispo haya rectificado. Pero es mejor aún que otra enseñanza, la de la libertad y la de la educación haya permitido conocer a estas niñas lo que estaban haciendo con ellas. Hace poco más de 25 años hubiera sido prácticamente imposible. La nula educación en los colegios sobre cuestiones que afectan al sexo; la separación entre niños y niñas; el tabú generalizado sobre todos estos temas y la identificación entre Iglesia y Estado, que aparecía hasta en las monedas, hubieran obligado, salvo heroicidades, a callar.
Tal vez por éstas y muchas más razones, deberíamos pensar que ni la libertad sexual, ni la libertad de poder vivir con quien se quiere o sin quien no se quiere, puede originar violencia. Esperemos que la educación siga andando por donde camina, sin decisiones que retrasen la libertad de unos niños que necesitan saber para poder defenderse. Esperemos también que no se olvide que el hábito no hace al monje, y que a los educadores de religión ni se les elija por el hábito, ni se les eche por no comulgar con ruedas de molino.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de febrero de 2004