A despecho de cualquier opinión -sin duda interesada- en algunos aspectos de nuestra vida no hemos salido de la Edad Media. Todo aquello que tenga que ver con la religión católica como rito y filosofía está instalado de forma permanente en aquella época. Mas en el punto de las íntimas creencias nada se debe opinar: cada cual se adorna con la burka o con el velo -de libre elección- o se santifica con el cilicio o la bomba autoportante, que todas esas maniobras y algunas quizá más exóticas pueden poner a sus practicantes en contacto directo y permanente con el destino.
Los problemas de esta antigualla comienzan cuando los ámbitos de su influencia se alejan de lo privado e íntimo y descienden a la arena de la vida pública cotidiana: las relaciones entre las personas, la formación, el estudio, la investigación, la política y tantos otros aspectos que conforman nuestro vivir hoy se ven asaltados por la corriente de pensamiento que defiende las más desfasadas teorías científicas; y lo realiza con la solidez que le prestan sus nunca bien evaluados profetas en esta tierra, a saber: el Papa, cardenales y obispos, más otra tropa menor del clero y sus adheridos en la esfera civil, miembros de logias y congregaciones, seguidores de éste o aquel iluminado, hermanos todos en la fe que profesan.
Los humanos seguimos sin ser parte de la cadena lógica de la evolución -aquí se nos quebró el genoma- y aun podemos dudar si es cierto que el sol sea la estrella alrededor de la cual giran todos los compañeros planetas o somos nosotros los protagonistas de ese devenir que nunca finaliza, con los mundos trasladándose a nuestro capricho y satisfacción.
A partir de estos presupuestos no extraña la cerrada negativa de la Iglesia -no oficial pero si oficiosa en el Estado y cuerpos que del mismo cuelgan- a que se investigue con los clones o las células madre, en aras de un presunto derecho a la vida de alguien que nunca tuvo posibilidad de existir y en detrimento de las posibilidades de curación de enfermedades para toda la humanidad. La investigación casa mal con el oscurantismo y la obcecación, por lo que debe ser desechada, así sea arguyendo estrambóticas razones que solo convencen a los iniciados o acólitos.
Por eso, y por tantas cosas más, asombra oír a los pensadores católicos que, suficientes, claman contra aquellas culturas calificadas de medievales, ya que en ellas una religión mal entendida condena al ostracismo al género femenino, limita las libertades formales e impide un desarrollo social y científico acorde con los tiempos que corren en Occidente. Sería necesario que antes mirasen en su ombligo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 22 de febrero de 2004