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Crítica:CLÁSICA | Cuarteto Emerson

Llegó Beethoven y cambió la historia

Dios mío, cómo pasa el tiempo. Casi treinta años tiene ya el Cuarteto Emerson. Parece que fue ayer cuando debutaron, pero Eugene Drucker ha perdido pelo y Philip Setzer y Lawrence Dutton peinan canas, mientras David Finckel, él sí, sigue ahí como si tal cosa, entronizado con su violonchelo encima de un podio pequeñito a cuyo derredor sus compañeros tocan de pie. Y no son baladíes ni la postura ni la situación. Tocar de pie, como hace también otro ilustre y joven veterano, el Cuarteto Brodski, parece dar a sus versiones un plus de actividad, como de más dispuestos los cuatro a la sorpresa de una inspiración momentánea, algo siempre bien querido por el filósofo americano de quien tomaron el nombre. Pero lo más interesante de una cuestión como ésa es la personalidad, la diferencia, que otorga a su sonido la colocación -en Las siete palabras, de Haydn- de los dos violines enfrentados, como se hacía antes -y vuelve a estilarse hoy- en las orquestas. Así, el segundo no quedaba como en retirada, no se subordinaba a la presencia del primero -Drucker y Seltzer turnándose- y cantaba con esa evidencia que otras veces se pierde, sobre todo cuando había de sumarse a la viola carnal y humanísima de Dutton.

Liceo de Cámara

Cuarteto Emerson. Obras de Haydn y Beethoven. Auditorio Nacional. Madrid, 25 de febrero.

Habría que preguntarse por qué no mantuvieron las mismas posiciones en Beethoven, quizá porque hubiera chocado más de la cuenta, por la falta de costumbre de ellos mismos y, desde luego, del público, quién sabe. El caso es que el cuarteto americano mostró por qué se ha confirmado como uno de los más sólidos del panorama mundial en un matrimonio a cuatro duradero y fecundo. Su discurso surge con una extraña facilidad y una formidable transparencia basadas, cómo no, en una técnica individual sencillamente asombrosa.

El Emerson sorprendió en su día por su formidable Beethoven. La versión que firmó el miércoles del Cuarteto op. 131 fue conmovedora. La modernidad de la pieza, su audacia, los guiños tras la apariencia de alguno de sus grandes fraseos, las fugas y las variaciones que son y no son, la complejidad de su planteamiento rítmico, la emoción del tiempo lento, nada quedó fuera de una disección primorosa del que fue el cuarteto preferido por su propio autor. Es imposible subrayar los momentos mejores, porque todos lo fueron en una lectura magistral, personalísima -y basta comparar en casa con quien se desee: el Alban Berg o el Végh, por ejemplo-, desde el hoy propio, de una obra que sigue sorprendiendo como lo hiciera el primer día, de uno de los monumentos mayores de la historia de la música.

Al lado del Op. 131 palidecen Las siete palabras, de Haydn -y casi cualquier otra música-, aunque se trate de la obra -y bien hermosa- de un maestro que dominó como pocos el cuarteto de cuerdas. La verdad es que se suele hacer un poco larga, lo que -ojo- no es ningún pecado, que en esto de la filarmonía también hay talibanes dispuestos a defender como sea que a uno le tiene que gustar todo. El Emerson fue destilando los sucesivos movimientos lentos sin caer en la repetición expresiva, dándole a cada uno su pretexto y su desarrollo, con una claridad encomiable, que surge con toda seguridad de su amor por la página, pero sin sorpresas, salvo la novedad ya dicha del sonido. Luego llegó Beethoven y eso ya fue otra historia.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 27 de febrero de 2004