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Crítica:TEATRO | 'Vivir cuerdo, morir loco'

Un estímulo

La tarde del martes vi esta obra rodeado de 90 chicos y chicas de un instituto de Salamanca: pensé que podría servirles -estaban respetuosos, atentos, esforzados- para una lectura del Quijote, que ya sus profesores les han ido revelando en antologías y fragmentos. También, decían algunos, para ir más al teatro. Era, por lo tanto, mejor de lo que yo pensaba, y pienso aún. Desconfio siempre de las adaptaciones de esta obra y, generalmente, de todas. Pero más de ésta, mil veces revivida por sabios y necios. El Quijote tiene una virtud, y es que cada uno lo ve de distinta manera. La mía no coincide mucho con esto: tratándose de Fernán-Gómez, que tanto ha estudiado la obra, es obvio que la manera suya de verlo y de teatralizarlo es mejor que la mía. Lo respeta más que yo, probablemente, y ese respeto le lleva a dar largas escenas de diálogo, a veces obvio, no siempre bien dicho.

Vivir cuerdo, morir loco

Tragicomedia compuesta por Fernando Fernán-Gómez sobre textos de Cervantes. Reparto: Ramón Barea, C. de lnza, Á. de Paz, J. L. Esteban, M. Gil, J. C. Gracia, A. B. Guerrero, R. Jovén, R. Lasierra, G. Latorre, A. Magén, A. Marín, C. Martín, S. Meléndez, E. Menéndez, M. J. Moreno, A. M. Pavía, L. Plano, R. Sanz, R. Vivas. Escenografía: Gabriel Carascal. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Composición musical: Jorge Fresno. Espacio sonoro: Francisco Aguarod. Dirección: Fernando Fernán-Gómez. Coproducción: Centro Dramático Nacional y Centro Dramático de Aragón. Teatro María Guerrero. Madrid.

Es evidente que una compañía con más de veinte actores en escena no es homogénea, independientemente de las calidades, y no siempre coinciden las mejores con las de los papeles más importantes. Los diálogos, de dos en dos personajes, emperezan la acción, la detienen demasiado. Me impacientaba yo más que los colegiales: por mi deseo de ver avanzar la acción, que está tomada de la tercera salida de Don Alonso Quijano el Bueno; y llega a su muerte, arrepentido en el seno de la Iglesia, muerto con confesión y con testamento, rodeado de los suyos; y con una súbita luz que le hace creer que está allí la Dulcinea que él ya sabe que no existe. La representación tampoco coincide con mi idea. Se hace entre gente limpia que estrena trajes de buen paño, Don Quijote no ofrece vejez ni daño progresivo -prácticamente, se muere de pronto-; la España por la que pasa es lujosa, los disfraces, imaginativos.

No me puedo compadecer y, al mismo tiempo, identificar con este personaje. Entre las cosas que pasan es que yo veo al personaje como un transgresor y la entrada en el orden, como una necesidad del escritor y del editor, para no topar con las censuras. Y veo como mucho más loca que a Don Alonso a aquella sociedad desigual, descolocada por las represiones, fascinada por el concepto propio de honor. Pasaron dos horas y media, los estudiantes dieron muestras de entusiasmo, y también las escasas personas mayores que estábamos con ellos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de marzo de 2004