Contrasta la modernidad, en formas y contenidos, de la candidatura a la presidencia del Gobierno de Zapatero con la lentitud de descarga de la página web de su partido (www.psoe.es) y el simplismo de su web personal (www.zapateropresidente.com). Quizá estemos ante una alegoría de la campaña socialista: su líder es de lo más kennedyano -en el sentido de desprender un juvenil atractivo físico y político- que ha conocido la democracia española; su partido, en cambio, se ve lastrado por las divisiones y por la existencia de personalidades toscas en altos puestos de dirección y alguna que otra baronía regional.
Para encontrar otro aspirante a La Moncloa tan en conexión con los sectores más vanguardistas de la sociedad española habría que remontarse a Felipe González y 1982. Pero la modernidad que representaba Felipe era la que ya existía en el Occidente democrático de aquel tiempo. El talante culto, abierto y entre progresista y pragmático de González era una gran novedad en una España que acababa de salir del 23-F, pero algo ya visto en EE UU con Kennedy y en la Europa de Willy Brandt, Olof Palme y Michel Rocard. Sin embargo, Zapatero es moderno no sólo para una España que ha vuelto a lo castizo y lo casposo, sino también para lo que existe ahora en el resto del mundo.
Esto es evidente en el uso de la fórmula ZP, que apela a la pasión por los logos y el lenguaje abreviado de los SMS de los jóvenes. También en la foto de campaña, cortada a la altura de la frente, y en su ardiente deseo de debatir en televisión con Rajoy. Por no hablar del acento que pone en asuntos como la dotación de ordenadores y clases de inglés de los colegios, los derechos de gays y lesbianas, la plena integración de los inmigrantes, la mayor presencia policial en las calles -una reivindicación de izquierdas hoy en día- y la promoción de viviendas accesibles a los jóvenes. O de su valiente oposición a la guerra de Irak y su receptividad ante la posibilidad de reformas que pongan al día nuestra Constitución y reflejen mejor nuestra pluralidad.
Un Kennedy que emanaba ilusión le ganó en 1960 los cuatro debates televisivos a un Nixon que sudaba, prometía más de lo mismo e intentaba explotar el miedo a la novedad. Nixon, recuérdese, había tenido experiencia de Gobierno como vicepresidente del conservador Eisenhower y se presentaba como su heredero en una situación de prosperidad económica y tensión internacional por la guerra fría. Desde entonces, este tipo de delfines le tienen un miedo atroz al enfrentamiento televisado con un político en ascenso, con alguien que se está fraguando como líder en sintonía con un deseo mayoritario de cambio del electorado. Por eso, ya hemos visto el único debate televisivo entre ZP y Rajoy que cabe esperar de esta campaña: el magnífico que celebraron sus guiñoles en Canal +.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 6 de marzo de 2004