Nunca he entendido exactamente los motivos de la persecución contra el hachís, hierba seca y fumable provocadora de euforia y tranquilidad, vegetal euforia tranquila. He conocido a gente desquiciada y destruida que fuma hachís, y a sujetos respetables también fumadores, serios y altamente responsables, profesionales de mérito, aunque, al margen de la manía del humo, alguno resulte tan disparatado como aquellos aficionados a la grifa a los que encontré bastante hechos polvo. Según mi experiencia, el conjunto de individuos consumidores de hierba no varía mucho del conjunto de los proclives a tomar dulces en el postre: admite una gama amplísima de personalidades y muy variados niveles de solidez moral y económica.
Jesús Aguirre, duque de Alba, cuando tradujo los papeles de Walter Benjamin sobre el hachís, escribió haschisch: no quería reducir esta sustancia resinosa y femenina a la pobre explosión de un estornudo. Pero fumar o no fumar hachís es, en casos normales, un asunto tan trivial y personal como un estornudo, aunque bajo vigilancia y fuera de la ley el mundo insignificante del hachís se enturbia poderosamente: el comercio de cosas prohibidas ensucia a vendedores, compradores y perseguidores. El porqué de la prohibición admite debates sin fin, es decir, vanos: las obsesiones normativas de una sociedad son a menudo puramente arbitrarias, inexplicables. ¿Nos resulta condenable el hachís porque su ebriedad es distinta a la que provoca el vino cristiano? ¿Huele esta hierba quemada a insensatos extraviados en la selva o en la Legión Extranjera del África y el Oriente?
No es eso. Unas declaraciones televisivas del contrabandista Antonio Vázquez, llamado Antón, de Barbate, me explican por qué sería un problema legalizar el hachís. Vázquez se considera un benefactor de su pueblo, paga jornales nocturnos de 3.000 euros por el servicio de recepción de hachís en las playas de Cádiz, 1.500 euros a los porteadores y 12.000 a los guardias civiles amigos. Él se lleva unos 180.000 por operación, o eso dice. Esto, según Vázquez, da vida a su comarca, y parece elevar el amor que el contrabandista se tiene a sí mismo. Conduce bebido y sin carné, pelea con los policías a la salida de las discotecas, sortea a los jueces con extraordinaria agilidad y humor y, forajido feliz, vuelve a sus asuntos callejeros. Es un pequeño mito urbano.
Este personaje me hace entender mejor la resistencia a que el hachís se venda en el comercio legal, después de pasar por las oficinas de Sanidad y las aduanas: la legalización reventaría el precio del producto y dejaría sin sus miles de euros a todos los Vázquez y a todos sus colaboradores. Algún Vázquez menos pintoresco que el Vázquez de Barbate seguramente invierte en moralistas insobornables para que anuncien la maldad física y ética del hachís, cuya legalización sería un desastre social, una ruina. ¡A quién se le ocurre vender hachís libre y ordenadamente! No tienen ni idea de economía los defensores de la legalización, o, aún peor, han perdido el sentido de la realidad y la medida del justo valor de las cosas. ¿Están intoxicados?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 7 de marzo de 2004