Como residente comunitario, el cambio de gobierno me llena de amarga alegría. Los españoles han reaccionado, pero han necesitado una tragedia de gran magnitud y su manipulación interesada para superar el desánimo y desinterés por la política. Nadie puede y debe olvidar que el día 10 de marzo el PP iba ganando en las encuestas, a pesar de su gestión pésima y soberbia del AVE, el Prestige, el encaje autonómico, la educación, la guerra, el plan hidrológico, etcétera, lo que quita validez a la conclusión a que se ha llegado en círculos izquierdistas de que se ha votado de forma racional por el cambio y de que la democracia peninsular ya está madura. El PP se resiste a hacer evaluaciones fehacientes de su derrota: se escuda en que el voto en su contra ha sido meramente emocional y probablemente sentará las bases de su campaña futura sobre ello. Ambas conclusiones son tendenciosas e interesadas.
La democracia se basa en una separación estricta de gobierno, sistema legal y religión; un control parlamentario ineludible y exhaustivo de la acción de gobierno; la independencia de los medios de comunicación, y la participación activa del ciudadano de a pie. Demasiado poco de esto se ha visto aún, y el futuro Gobierno socialista tiene la gran y difícil responsabilidad de encauzar el buen hacer democrático en años venideros. El ejercicio de desmemoria del PP -tan felizmente vendida como la base de la tolerancia, el diálogo, el progreso y la estabilidad- nos ha devuelto de la manera más siniestra a actitudes y situaciones preconstitucionales que deberían avisar de hasta qué punto la democracia española aún esta por madurar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 21 de marzo de 2004