Da miedo el mundo. Tal vez haya sido siempre así, un lugar de difíciles equilibrios y de horrores diarios. La ventaja, si es que eso era una ventaja, era que la gente no estaba informada, y ojos que no ven, corazón que no siente. Puede que ésa fuera la razón por la que los inocentes no veían el peligro hasta que no lo tenían delante de las narices. Hoy el horror nos llega casi en el mismo momento en que se está produciendo. Dicen que esa instantaneidad nos ha hecho más insensibles al dolor ajeno. No lo creo. Más bien se trata de la necesidad de olvidar para sobrevivir. Es tanta la información que recibimos a diario, que para mantener en nuestra cabeza cierta salud mental hemos de apagar Internet, la tele, cerrar el periódico, desconectar la radio y disfrutar de estos primeros días de primavera, que están siendo, en cruel discrepancia con todas las tensiones que nos agitan, más primaverales y más bellos que nunca. En esa labor diaria de olvido a la que me someto cada mañana después de la dosis adrenalínica de malas noticias, he tenido que hacer un esfuerzo considerable para olvidar la sinrazón, la prepotencia, con que ese individuo llamado Ariel Sharon se está cargando, literalmente, el futuro de un Estado difícil llamado Israel. Hay veces que quienes quieren ser los máximos defensores de un pueblo se convierten día a día en sus peores enemigos. Su enajenación está llevando a la opinión pública a plantearse peligrosamente si el error, el pecado original, no estuvo en concederle un espacio a los judíos en un lugar rodeado de árabes. Y lo curioso es que eso se lo plantea mucha gente en Europa, el continente que generó el problema y que, por tanto, debería tener una responsabilidad moral en el asunto. Pienso en el pueblo palestino, claro está, pienso en su postergación, en la humillación a la que es sometido, en su derecho a existir; pero pienso también en que hay un hombre, una mujer israelíes, laicos o con una idea tolerante de su religión, que viven con miedo, no sólo de morir despedazados por un terrorista suicida, sino por el lento suicidio al que los está conduciendo su máximo dirigente, como un flautista de Hamelín terrible que terminará arrojándolos al mar, donde muchos quieren verlos desde que Israel existe.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de marzo de 2004