Era ucranio, pero en España le llamaban Álex. Quería una bicicleta plateada y una casa en Crimea. Sólo consiguió la bici. María Eugenia trabajaba en un banco de Madrid, vivía en Leganés. Le gustaba leer y, sobre todo, escuchar. Ella siempre estaba bien. Julia hablaba mucho y le alegraba la vida a los ancianos a quienes cuidaba, después de descubrir, tras la dureza del paro, una vocación tardía. Francisco Javier trabajaba de informático, pero dividía sus pasiones entre la música y la pintura. Entre Bunbury y Dalí. Anca Valeria era rumana, cuidaba niños y ya estaba pensando en su traje de novia. Pasó sus últimas vacaciones en San Sebastián y pensaba que era una mujer con suerte. No coinciden ni en edades, ni en gustos, ni en nacionalidades. Pero todos ellos han dejado proyectos inconclusos. Sueños que no se cumplirán.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 25 de marzo de 2004