Vidas Rotas, el homenaje de EL PAÍS a las víctimas del 11-M, ha supuesto un descubrimiento para el equipo periodístico que lo elaboró y, tal vez, para muchos lectores: no hay personas insignificantes, pequeñas, mediocres ni superfluas. Todas tienen algo especial. No son perfiles biográficos, ni notas necrológicas al uso. Son retazos de vidas y del vacío que han dejado en quienes las compartieron.
El objetivo: homenajear a las víctimas de los atentados. Los precedentes: los Portraits of grief dedicados por The New York Times a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y las Historias de una tragedia, publicadas en EL PAÍS el 30 y 31 de mayo de 2003 sobre los militares fallecidos en el accidente del Yakovlev 42 que se estrelló en Turquía. Los medios: todos los de este diario, complementados con los alumnos de la Escuela de Periodismo de EL PAÍS y la Universidad Autónoma de Madrid. La colaboración de estos últimos ha sido vital. Suyas son algunas de las mejores semblanzas. Las fuentes: familiares directos y amigos de los fallecidos. El resultado: 164 perfiles publicados sobre un total de 190 víctimas. En los 26 casos restantes los familiares pidieron que no se publicase. Ni uno solo quedó por localizar.
"¿No tendrá usted otra foto en la que su mujer aparezca con los ojos abiertos?"
Un descubrimiento asombroso: que no hay vidas pequeñas, inútiles o insignificantes
Así se hizo:
El 11 de marzo, a tres días de las elecciones, EL PAÍS hierve a primera hora de la mañana. Hasta el último periodista está en la calle o en la redacción, preparando una edición especial. No hay tiempo para nada que no sea urgente, pero, en medio del dolor y el estupor, de la fiebre y la excitación, queda claro que el desafío profesional que plantea la matanza exige mirar más allá del día a día. Es en esas horas frenéticas cuando se decide brindar a las víctimas de la matanza el mejor tributo posible: retratarlos desde el recuerdo de quienes mejor les conocieron.
Aunque no es el mejor momento para enfriar los ánimos, se marcan las líneas de trabajo: no forzar a los familiares; no publicar semblanzas con la oposición de los parientes próximos; recurrir exclusivamente a testimonios directos; publicar sólo fotos autorizadas; suprimir referencias negativas a los fallecidos; dar libertad de estilo, aunque sometiendo los textos a un minucioso proceso de edición; buscar la esencia de los personajes, lo distintivo; retirar del equipo a quien no pueda soportar la carga psicológica; y recabar la ayuda de toda la redacción.
A la hora del balance, el sabor es agridulce, aunque globalmente positivo. No ha habido quejas de familiares y sí numerosas muestras de agradecimiento. Algunos parientes llamaron a EL PAÍS porque, al ver los primeros capítulos, quisieron que se incluyera en la serie a un ser querido.
Historias de gente diversa: por nacionalidad, por religión, por profesión, por aficiones, por carácter. Grande en su sencillez. Sin otro nexo que viajar en aquellos malditos trenes. Sacarlas a relucir ha sido un privilegio, aunque también planteó dudas como ésta: ¿Es lógico presentar exclusivamente el lado positivo de los personajes tan sólo porque un acto terrorista brutal les ha convertido en víctimas?
Hubo momentos muy duros. En los primeros días, cuando el dolor estaba a flor de piel, se envió a decenas de redactores y alumnos de la Escuela de Periodismo en busca de familiares de fallecidos. A hospitales, tanatorios, cementerios, iglesias, Instituto Anatómico Forense, pabellones de Ifema, pueblos del Corredor del Henares, barriadas en las que paraban los trenes... Más de uno volvió arrojando la toalla, incapaz de asumir lo que vio y oyó en esos lugares. Y comenzamos a preguntarnos: ¿Nos estaremos pasando? ¿No habría que dejar tranquilos a los familiares? Nuestra justificación es que se acometió la tarea con prudencia, intentando convencer, pero nunca presionar.
Uno de los reporteros relata cómo, tras entrevistar al marido de una de las víctimas, éste le trajo una foto de su esposa mientras cortaba la tarta de su última fiesta de cumpleaños. La miró y se puso a llorar. El periodista, con un nudo en la garganta, haciendo de tripas corazón, se vio obligado a preguntarle: "¿No tendrá otra en la que no salga con los ojos cerrados?"
Para intentar saber en qué terreno moral nos movíamos, se encargó a una redactora que plantease a Fernando Chacón Fuertes, presidente del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, la siguiente pregunta: "¿Cree que la publicación de Vidas Rotas es positiva para los familiares de las víctimas?". La respuesta fue larga y llena de matices, pero se resume así: "Quien sufre el dolor de una muerte, sobre todo si es imprevista, quiere, consciente o inconscientemente, tener un recuerdo, el mejor posible, del ser querido. Por eso, los perfiles están siendo bien acogidos por los familiares, al menos en los casos de los que yo tengo conocimiento, y se entienden como un reconocimiento. Es muy importante poner cara y nombre a las víctimas de los atentados para evitar que ocurra como, en un momento determinado, pasó con las del terrorismo de ETA: que la sociedad iba perdiendo sensibilidad y los asesinados se convertían en simples números. A alguien puede parecerle que se prolonga innecesariamente el dolor, pero, si el trabajo se hace con delicadeza, en términos generales el efecto es beneficioso y favorece la empatía, la identificación con los sentimientos de los demás".
Han sido relativamente numerosos (26) los casos de rechazo total a la publicación de los retratos, a lo que hay que añadir los de las familias que no se opusieron a que se publicase el texto, pero sí la fotografía. La norma que se ha aplicado ha sido la de respetar, ante todo, la voluntad de los parientes de las víctimas, aunque ello supusiera la no utilización de material obtenido legítimamente de fuentes próximas al fallecido y suficiente para elaborar una semblanza completa.
En una ocasión, se llamó, por cortesía, al padre de un fallecido que inicialmente había colaborado para leerle el texto que se iba a publicar al día siguiente. Antes de que el reportero iniciase la lectura, este familiar dijo que había cambiado de opinión y que no quería que el retrato de su hijo apareciese en el diario. Con la página maquetada, y cercano ya el cierre de la edición, se suprimió la semblanza.
Varias veces, un redactor de EL PAÍS estuvo ante la puerta de la vivienda de los familiares de una de las víctimas, con un teléfono móvil a la oreja y una pregunta para el coordinador del equipo: "¿Llamo o no llamo?". La respuesta fue siempre: "No, si acaso intenta un acercamiento indirecto".
La búsqueda resultó extremadamente compleja, con métodos que, con frecuencia, trascendieron lo periodístico para derivar en lo detectivesco, y con un trabajo de campo que incluyó el peinado de barrios y pueblos enteros. Una muestra: tras muchos esfuerzos baldíos entre la comunidad ucrania, incluyendo contactos en Kiev, un reportero acudió el 21 de marzo a la iglesia del barrio de Argüelles en la que cada domingo se reunen miles de ucranios católicos. Al final de la misa, el sacerdote, a petición del periodista, pidió ayuda para localizar a los familiares de dos compatriotas fallecidos el 11-M. Esfuerzo inútil: nadie sabía nada. Finalmente, los parientes de una de las víctimas fueron localizados como resultado de una investigación paralela. La esposa del segundo fue hallada y entrevistada por la corresponsal de EL PAÍS en la antigua URSS en una vivienda de Lviv, en Ucrania Occidental.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 31 de marzo de 2004