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Crítica:CRÍTICAS

Intriga periodística

Tener a un cuentista en la redacción de un periódico es un peligro. Y si ese fabulador nato, además de talento para la inventiva, tiene don de gentes, capacidad de seducción y una buena percha, entonces es la perdición de la certeza. Porque mentirosos hay en todos lados, pero mentirosos a los que no se les vea el plumero hay bastantes menos. Stephen Glass, periodista de la revista The New Republic y protagonista de la película El precio de la verdad, es un artista del cuento chino.

El galáctico Hayden Christensen interpreta a este joven redactor de una revista poco vendida, aunque con gran influencia en ciertos ámbitos de la política de EE UU. Es uno de esos cronistas a los que siempre le coinciden las fuentes, de esos que encuentran la historia más increíble en el lugar menos frecuentado. Es la nueva estrella de la prensa. Pero sus compañeros y sus jefes no saben que todo es mentira. O casi todo. Billy Ray, joven director debutante con experiencia en el guión (La guerra de Hart, Volcano), ha confeccionado El precio de la verdad como una intriga política. Al fin y al cabo siempre se ha hablado de los medios de comunicación como del cuarto poder. Ray ha buceado en la obra de los mejores autores de cine político (relacionado con ese cuarto poder) de la historia, aquellos que realizaron sus mejores obras en la década de los setenta, época de grandes escándalos y de gran cine cargado de crítica hacia el sistema. Hablamos de gente como Sidney Lumet (Network, un mundo implacable) o Alan J. Pakula (El último testigo, Todos los hombres del presidente). Ray no se acerca a la maestría de éstos, pero hace bien en tenerlos como referentes.

EL PRECIO DE LA VERDAD

Dirección: Billy Ray. Intérpretes: Hayden Christensen, Peter Sarsgaard, Steve Zahn, Chlöe Sevigny. Género: drama. EE UU, 2003. Duración: 95 minutos.

El precio de la verdad, basada en hechos reales, está mejor escrita que dirigida. La historia avanza con una graduación exacta de la información, como un artículo bien escrito que comienza con una buena cita y salpica cada párrafo con alguna novedad interesante, hasta terminar en un triple salto mortal que deja seco al lector. Sin embargo, a la realización quizá le falte garra, un punto de ingenio mayor que haga olvidar la sensación de telefilme que desprenden algunas secuencias. Christensen está correcto como el seductor de la primera parte de la película y bastante mejor cuando sufre el vergonzoso varapalo del descubrimiento del pastel, cuando debe pagar el precio de la verdad. En cambio, el gran descubrimiento interpretativo del filme es Peter Sarsgaard, candidato al Globo de Oro al mejor secundario de 2003, que borda su papel de joven director de la revista. Un papel que no tiene demasiado texto y cuya base reside en las miradas, que lo dicen todo sin tener que abrir la boca más que lo necesario.

Sería una pena que el público percibiese El precio de la verdad sólo como una película de periodistas y para periodistas, porque en ella hay mucho más. También es el retrato de un pobre hombre disfrazado de listo, de los que habitan el mejor hueco de cada centro de trabajo, ya sea de un periódico o de una fábrica de salchichas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 23 de abril de 2004