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Reportaje:CENTENARIO DE MARÍA ZAMBRANO

María Zambrano, el sueño metódico

Autora de obras fundamentales del pensamiento español contemporáneo como El hombre y lo divino y Claros del Bosque, la escritora malagueña entró en la filosofía de la mano de Ortega y Zubiri, pero reconoció la radicalidad de la cultura en poetas como Unamuno y Machado. Se comprometió con la República y vivió el exilio en México, Cuba, Italia y Francia antes de regresar a España en 1984. Cuatro años después obtuvo el Premio Cervantes. El jueves pasado, 22 de abril, se cumplió el primer centenario de su nacimiento.

La escena es bien conocida. En el vocabulario freudiano, habría incluso que calificarla como la escena originaria de la filosofía: a la luz temblorosa de una pequeña fogata, unos pocos hombres, sujetos a los muros de una caverna subterránea, contemplan en la pared las sombras de la "vida exterior" que se proyectan en ella merced a una abertura que comunica con la superficie. La tradición a la que pertenecemos no puede narrar este relato sin arrojar sobre los condenados una mirada de lástima, esperando con impaciencia el momento en que el héroe de la lucidez penetrará en este entorno tenebroso para salvar a uno -sólo a uno- de la oscuridad y arrastrarle, no sin cierta violencia, hasta las consistentes realidades de orden superior en las que hallará el fundamento de aquello que los presos observan como figuras fortuitas y efímeras, y que no pueden siquiera imaginar como efecto de una causa más alta. Todo el pensamiento de María Zambrano puede comprenderse, en algún sentido, como un esfuerzo por retrasar o suspender ese gesto con un argumento sólo aparentemente perverso: ¿y si el infierno en el que se consumen los presos de las sombras no fuese una condena sino una elección? ¿Y si lo que les atase a su celda no fuesen los grilletes de un déspota sino el asombro y el encanto, la fascinación ante lo perecedero y mundano, ante la belleza mortal de unas siluetas destinadas, como las de todo hombre, a desvanecerse tras un momento pasajero de gracia? ¿Y si la caverna platónica no fuese solamente el gueto en el que se recluye a los excluidos, privándoles del tesoro de la realidad verdadera, sino también el último refugio de quienes se resisten al reparto inapelable de lo real y lo fantástico, la catacumba clandestina de quienes claman contra el decreto abusivo que destina a las cosas y a los hombres al ser y a la verdad y condena a todos y a todo lo que no pueda aceptar esa vocación al abismo metafísico de la nada o al limbo de la quimera y la ilusión? ¿Y si en esa resistencia hubiese otra tentación, otra seducción, la atracción hacia todo lo que cae, hacia lo que se deshace y se desmorona en cuanto es la más propia naturaleza de lo mortal?

Si Sócrates pensaba dialogando y Descartes dudando, ella pensaba soñando

Es cierto que María Zambrano

contaba, para presentar esta reivindicación, con la experiencia trágica de la modernidad descarriada del siglo XX vivida en primera persona: sabía que el esfuerzo ascético de elevación hacia la verdad, que alguna vez se llamó método, recubierto por la simple voluntad de dominación, puede también ofrecer el rostro aciago de un sacrificio permanente en el altar de una diosa razón en cuyo nombre una "realidad" impositiva, forjada con la sangre de sus víctimas, condena una y otra vez a la nada las mortales esperanzas de los mortales y rechaza el amor incondicional a lo que muere con la vieja justificación de su carácter imaginario y espectral. Lo sabía porque ella misma, tras su ejercicio político extremo en la Guerra Civil, vivió el resto de sus días como uno de esos espectros que danzan en la pared de una gruta y para quienes la idea de un retorno a casa sólo puede ya ser un delirio. Esta sorprendente mística republicana entró en filosofía de la mano de Ortega y Zubiri, pero no para quedarse a su lado: ella había aprendido a escuchar de otra manera -había sido iniciada en la radicalidad de la cultura por Unamuno y Machado, cuya impronta nunca la abandonaría- y así, como ella misma recordaba, de oído, encontró en Spinoza, en Leibniz o en Nietzsche, y desde luego en Platón y Aristóteles, una música distinta de la que cantaban sus maestros. Era la "música callada" de Juan de la Cruz, sin duda, pero también la música de los pitagóricos, que supo hacer sonar como nadie en El hombre y lo divino, la música del alma tempranamente acallada por la Esencia, por el Yo y por la Circunstancia. Autora de una obra de temática muy variada y llena de escritos ocasionales (pero no por ello menores), tanto sus textos de crítica cultural, literaria o plástica como sus obras de contenido más político (Los intelectuales en el drama de España, Horizonte del liberalismo, Persona y Democracia, La agonía de Europa), tanto sus monografías temáticas o de reflexión histórico-filosófica como sus libros con más vocación de creación (como el asombroso Claros del Bosque) están sostenidos por un único pulso y se desarrollan todos en un mismo ambiente que, si el término no estuviera tan desgastado y trivializado, podría llamarse sueño. Si Sócrates pensaba dialogando, Descartes dudando y Heidegger preguntando, María Zambrano pensaba soñando, no tanto para evadirse de una realidad hiriente como para alcanzar, con cierto método, aquello que sólo en sueños puede manifestarse y que no se resigna a desaparecer en la grosera vigilia de la Historia, para permitir que aparezca aquello mismo a lo que la realidad le niega el derecho a ser posible o verosímil, aquello que no puede presentarse frontalmente y a plena luz sino sólo en la penumbra de la caverna. Y este sueño no es privado ni familiar: envuelve en su delirio a la propia Historia, a Oriente y a Occidente, a la ciudad y a los poetas, las guerras mundiales y las tiranías derrotadas o triunfantes, las vidas de los santos y el exilio. "Estas cosas no pueden ser verdad y, sin embargo, me han pasado, nos han pasado a todos, aquí, en esta Europa que no sabía amarse tanto".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 24 de abril de 2004