De entre las aspiraciones humanas más comunes y más hondamente inscritas en nuestro cerebelo, la más inútil y ridícula quizá sea la del afán de posteridad. Ansiamos perdurar más allá de la muerte, y esta loca ambición está labrada a fuego en cada una de nuestras células. Por ese afán se escriben libros, se tienen hijos, se fundan bancos, se levantan imperios: por dejar huella, por sobrevivir a nuestra carne. Que nuestra memoria permanezca, por lo menos.
Y, sin embargo, la vida nos demuestra que la memoria humana es totalmente frágil, evanescente, miope. Por ejemplo, atravesamos todos los días calles importantes de nuestra ciudad que llevan el nombre de algún prócer y, pese a conocer esas vías de memoria, muy a menudo no tenemos ni idea de quién era ese señor o esa señora que aparecen en el rótulo. Son simplemente calles, palabras despojadas de significado. Y, sin embargo, ¡qué tremendamente orgulloso se habría sentido el prohombre de la patria correspondiente de saber que habían bautizado una gran avenida con su nombre!
Me acabo de enterar de que las conocidas tostadas Melba, así como el Melocotón Melba, un postre de lo más clásico, se llaman así en honor de una soprano australiana, Nellie Melba (1861-1931), que fue la diva más famosa de principios del siglo XX y de cuya existencia yo no tenía la menor idea. Ya ven, me encantan esas tostadas, pero nunca pensé que se refirieran a una persona real. Es tan rácana la posteridad con sus favores que la fama de los melocotones ha sepultado a la persona. Y lo mismo sucede con María la Judía, una alquimista de Oriente Próximo que vivió en el siglo III: el baño María se denomina así por ella. Pero ya ven, aquí la posteridad ha sido acaparada por un pedestre método de cocción. Visto lo visto, y ante la falta de fiabilidad y de fidelidad de la fama póstuma, se me ocurre que lo mejor es dejarse de zarandajas y esforzarse por vivir el momento: carpe diem. Que no nos ocurra aquello que denunciaba John Lennon cuando decía que "la vida es lo que sucede mientras nosotros nos ocupamos en otra cosa". Hay que intentar vivir con conciencia de estar viviendo, porque la posteridad reserva sus oropeles para los huevos duros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 27 de abril de 2004