Mientras la disputa sobre el extinto Plan Hidrológico Nacional y sus posibles alternativas encauza y encabrita la política, el territorio valenciano se va llenando de síntomas que anticipan una transformación profunda. Es evidente que la Comunidad Valenciana tiene necesidad de agua: sus cuencas tienen una sobreexplotación de recursos que, según los especialistas, podría resultar limitante en una sequía prolongada. Incluso aseguran que lo sería sólo con el desarrollo de la evolución de la demanda en un par de décadas. Sin embargo, tan necesario como el agua lo sería disponer de un propósito estratégico para el territorio en cuestión. El Consell debería considerar si el equilibrio de territorio que administra merece ser puesto en riesgo en aras de un uso ilimitado y superior a su capacidad de regeneración, por más que lo aplaudan los empresarios. Hacer de la exigencia económica su extenuación es una irresponsabilidad tan grave como lo pudiera ser quedarse levitando en la nostalgia de un paisaje remoto, no por más puro menos tercermundista. La Comunidad Valenciana vive un momento decisivo para pensar hacia dónde quiere ir y trazar su camino con el máximo consenso posible. La presión urbanística está colmatando el litoral y saltando hacia los valles del interior, donde reproduce los mismos errores, hasta cegar los atractivos que sedujeron al turista para tomar la decisión de quedarse a vivir en ellos. Si la urbanización total es tan inevitable como insinúa su potente propagación -la legal, la ilegal-, por lo menos debería hacerse con dignidad y preservando los espacios de habitabilidad y vistosidad que aseguren el flujo del turismo. Por lo demás, mientras la industria tradicional se tambalea, el mito agrícola valenciano, que ya entró en coma en los años sesenta, se cae a trozos. Su más singular institución, el Tribunal de las Aguas, ya es un espectáculo sólo para turistas; la naranja, con las deslocalizaciones y las jubilaciones de los últimos labradores -y pese a las nuevas roturaciones para blanquear dinero-, empieza a parecerse demasiado a la célebre industria de la seda, incluso el arrozal sólo sobrevivirá por su vinculación al parque natural de L'Albufera. Para qué el agua pues.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 1 de mayo de 2004