Mi abuelo Dulcino relataba su tiempo de soldado español en Cuba: entraban machete en mano en los bohíos, mataban a los varones y violaban a las hembras. Mi madre me tapaba los oídos, pero me enteraba. No sé por qué se quiere evitar que los niños sepan la realidad de la vida, de la violencia y el sexo, palabras que confunden los sinvergüenzas beatos: el sexo es amor, la violencia es odio. No tardé en advertir que las guerras consisten en violar mujeres y, a veces, matarlas después; autores antiguos creían que había que dejarlas vivas para que engendrasen hijos del violador, que heredarían sus razones. Una especie de quinta columna infantil de Horacios en tierra de Curiacios.
La teoría general es la de matar a los niños enemigos para que no crezcan soldados: hay datos del día, de las tribus cristianas de Nigeria contra las musulmanas. Pasear por España es ver pelos y narices y ojos azules o negros que vienen de cuando nuestros sucesivos ocupantes violaban a las chicas. Pasear por Marruecos es ver rasgos españoles en las cabilas del Rif. Cuando vinieron los moros para servir a Franco, sus oficiales los dejaban, porque era parte de su contrato de voluntarios.
Así es la guerra. Los países más civilizados lo practican con organización militar superior y la inteligencia de sus jefes: el rapto de las sabinas por los romanos de Rómulo... En Bruselas hay un barrio en torno a la iglesia del Carmen donde la gente es morena: estuvieron los tercios de Flandes. ¡Y lo de América! Lo terrible es advertir que los tiempos pasan y el mal permanece. Junto a las noticias de Nigeria, ayer se contaban las de las fuerzas, cristianas y europeas, que ocupan Kosovo, trabajan la prostitución, partiendo de niñas de doce años. La novedad es que ahora hay también mujeres en la soldadesca: una que se llama England es ya un personaje de la carnicería. Es un paso hacia la igualdad.
(Dulcino, mi abuelo, era palentino de Tierra de Campos: imagino en la lejanía los judíos conversos que llevaron adelante el apellido Haro, que llevan muchos judíos del mundo. Quiso, cuando nací, que me pusieran su nombre: mi madre amenazó con escapar conmigo si insistían, y accedieron al de Eduardo, de mi familia paterna. Después de todo, Dulcino es el masculino del Dulcinea. Y recuerdo una frase de Sterne: "Siempre necesito tener una Dulcinea en mi cabeza". ¡Como yo! Que hombre más certero).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de mayo de 2004