Cuando Manuel Vicent presentó Azul, la novela con la que Rosa Regás ganó en 1994 el Premio Nadal, dijo que esta pelirroja que había hecho de todo hasta entonces, en Barcelona y en el mundo, se disponía a conquistar Madrid. Decía esto Vicent ante un auditorio numerosísimo de amigos viejos y nuevos de la mujer que acompañó a Carlos Barral en los mejores años, los editoriales y los vitales, de aquella ciudad y de aquel país.
Vicent tuvo razón; pero no conocía que cada década de la entonces recién estrenada novelista (su primera novela, Memoria de Almator, es de 1990) tuvo que ver con un cambio vital importante, y en 1994 acababa de iniciar los diez años que finalizan ahora con su nombramiento como directora de la Biblioteca Nacional.
Cuando se lo propusieron, esta vitalista que es rebelde las veinticuatro horas del día (esto dice su amigo Juan Marsé, que la conoce desde hace cuarenta años) pensó eso: ¿cómo era posible que aún no se hubiera producido un hecho que la hiciera cambiar, otra vez, de vida?
La penúltima década de Rosa Regás empezó con su trabajo al frente de la agitación cultural en la Casa de América. Cuando acababa ese quinquenio, Rosa Regás organizó su último acto y lo hizo símbolo de su historia: se lo dedicó a Carlos Barral, con el que había hecho que el mundo editorial adquiriera un glamour que ya se asoció para siempre a esa etapa de Seix Barral en la que fueron uña y carne.
Luego, ella misma fue editora, le dio la oportunidad a quienes luego serían grandes (Marías, Pombo...); editó a quien fue su compañero legendario, Juan Benet, y combinó con sabiduría el trabajo con la diversión, haciendo suya la máxima que le debió escuchar, en uno de sus viajes numerosos, a Bachir Zuhdi, el director del Museo Arqueológico de Damasco: "El trabajo no es un castigo, el trabajo es el goce que nos ha dado Dios para que no nos enloquezca el paso del tiempo".
Lo que la gente recuerda de ella es Rosa Regás riendo, en su casa, en el trabajo, en la editorial, y las noches del Bocaccio barcelonés donde nació la llamada gauche divine... Pero si alguien quiere saber de veras quién es esta mujer que ríe (y se rebela) ha de leer Diario de una abuela de verano, que acaba de publicarle Planeta. Su amiga Hortensia Campanela (que fue, con Lidia Blanco, su compañera decisiva en la Casa de América) recuerda que en el escenario donde ocurre ese libro (su casa de Llofriú, en Girona) hay plantados tantos árboles como amigos han ido poblando su vida, y todos esos árboles tienen el nombre de los que constituyen el bosque de su amistad... En Diario de una abuela de verano dice de ese bosque: "A todos mis amigos y amantes los arrastro siempre conmigo, los vivos que se fueron a países lejanos y los que eligieron otras vidas, pero son sobre todo los que murieron los que permanecen a mi lado, vivos en mi recuerdo hasta que yo muera, esperando conmigo, aunque yo no quiera recordarlo, mi propia hora".
En ese libro está también el autorretrato de una madre que no tuvo tiempo para sus cinco hijos y que luego no ha querido perderse al menos un mes (julio, todos los veranos) de sus catorce, quince o dieciséis nietos, porque cada día (casi) le nace uno... Y detrás de esa dedicación, una vida: la que le desata el recuerdo de su propia infancia, hija de republicano proscrito, educada por un abuelo ultraconservador... Como todo está en los libros, lean Luna lunera, ahí lo cuenta.
De Carmen Balcells dijo un día Carlos Barral: "Cuando uno abre el ojo, ya ella lo ha hecho todo". Lo mismo dice ahora la Balcells de la Regás. Y ésta dice: "Ahora mis hijos se ríen de mi diciendo que estoy enferma si aún estoy en la cama a las siete y media de la mañana".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 16 de mayo de 2004