EL NIÑO, QUE ME ha confesado que es heterosexual. Y claro, eso te afecta. Porque un hijo heterosexual es un hijo perdido en las manos de otra. Eso de siempre se ha dicho. Todas teníamos un primo solterón que se quedaba toda la vida en casa, con su madre, acompañándola a misa o al ginecólogo, y todo el mundo decía: "Fíjate, con el disgusto que tenía esa madre de que el hijo le saliera así y luego ha sido el consuelo de su vejez". Mi santo me dice que no me disguste. Pero, ¿cómo no me voy a disgustar, hombre de Dios? Con la ilusión que tenemos las mujeres en la actualidad de tener un hijo gay, no para ir a misa (al menos en mi caso concreto), sino para petardear. Un hijo gay al que le encantara ir de tiendas y de fiestas. Yo tengo amigas que tienen hijos gays y están encantadas. Y tengo amigas que en cuanto los hijos tienen 16 años ya les están registrando los cajones a ver si encuentran indicios de homosexualismo. Lo que yo digo: están impacientes. Yo hice lo mismo antes de irme a Nueva York. Le registré el cuarto. Yo creo que todas las madres, en un momento dado, deberíamos registrar a nuestros hijos. Yo no quiero que me pase como a esas madres de psicópatas que luego resulta que cuentan en la tele que el chaval tenía los cajones llenos de bragas rojas y la madre a la luna de Valencia. Ese respeto a la intimidad lo encuentro como de madres americanas. Una madre de España como Dios manda registra la habitación de su hijo. Y ya te digo, le registro el cuarto y qué dices que me encuentro: el catálogo de verano de Women's Secret. Y ya me fui a Nueva York con el come-come. Iba en el avión nada más que pensando: este niño nos ha salido heterosexual. Mi santo me decía: "Anda, anda, no seas aprensiva". Él, tan contento. Porque en el fondo de su alma, él está encantado con que los niños nos salgan heterosexuales, se casen, procreen y nos dejen a los nietos los sábados por la noche. Esa es la vejez que me tiene preparada. En total, que no se crean que he disfrutado al cien por cien estos días de la ciudad de los rascacielos. Las madres es que sufrimos mucho. Sobre todo, las madres castrantes. Una mañana, a fin de encontrar diversión y consuelo, me fui a una tienda que han abierto hace poco en la Quinta Avenida que se llama: American Girls. Es una tienda de muñecas, todas iguales, del estilo de aquella antigua Nancy que teníamos las niñas con Franco, antes de que existieran las Barbies. Son cuatro plantas de tienda, en las que hay enfermería de muñecas, peluquería, tienda de ropa para que las niñas se puedan comprar el mismo modelo que la muñeca, y restaurante en el que las niñas pueden comer con sus muñecas. Alucinante. En la peluquería uno parece encontrarse en una versión moderna de la serie Raíces: las peluqueras negras hacen moños prodigiosos a las muñecas de las niñas rubias. Pasé un rato mirando a las encantadoras niñas, pero dejé de hacerlo porque los dependientes me miraban raro: como si fuera una pervertida mirona de niñas. Me di cuenta de que yo era la única mujer adulta que iba sola, sin niña y sin muñeca. Por miedo a que alguien pudiera acusarme de corrupción de menores, que es una cosa que a mi santo le daría mucha vergüenza, empecé a mirar a las madres de las niñas, que parecían estar tan ilusionadas con las muñecas como sus hijas. Algunas madres me miraban raro, te lo juro, porque se debieron creer que yo era una pervertida que me había metido a una tienda de muñecas a buscar rollo-bollo. El caso es que una madre, en cuanto vio que su niña estaba entretenida con su American Girl me guiñó un ojo. Qué fuerte. Hay madres que no se cortan un pelo, sólo piensan en el sexo. Antes de que la tía me enseñara la lengua me fui al restaurante. Allí estaban todas las madres comiendo con las niñas y las muñecas. Todas vestidas iguales: niñas, muñecas y madres. Casi me da un mareo. Le dije a María, una catalana guapísima que dirige el restaurante, que me buscara un asiento, pero las dos llegamos a la conclusión de que era un poco raro que una mujer de mediana edad (pero muy bien conservada, a qué negarlo) se sentara en una mesa sola y sin su pequeña muñeca. A mi edad necesitaría una muñeca de mi talla. Lo malo es que parecería que estaba comiendo con mi muñeca hinchable. Por cierto, que estando en el restaurante American Girls me acordé de ese español que agredió a su madre porque la madre le pinchó la muñeca hinchable. Cómo están las cabezas. Por otra parte, me pregunté: ¿qué harían estas niñas angelicales si las madres les pincharan sus muñecas? Y me temí lo peor. Y hablando de muñecas hinchables, esa noche (el mundo es un pañuelo) cenamos con los Berlanga en casa de Chencho Arias. Él me preguntó dónde podía ir a ver a las mujeres probándose zapatos (los famosos manolos) y me contó que quería ir a un restaurante llamado Justine, en el que unas señoritas te dan de comer y te ponen a cien: que te gusta en plan sadomaso, te tratan a patadas. Por cierto, me dijo Berlanga, "prueba a que te den tortitas en el culito". Y todo eso me lo decía tan natural, con su señora y sus hijos delante. "Ay, maestro, no me digas eso, que yo soy muy antigua; ¿sabes una cosa?", le dije, "que mi hijo me ha salido heterosexual...". "A ver si es que no lo habéis educado bien", me dijo. Y me partió el corazón.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 16 de mayo de 2004