Hace tres noches, cenando con el editor Manuel Ramírez, hablamos largamente de la sabiduría popular. Él me contó alguna historia, la de una anciana, sin ir más lejos, que, pese a ser analfabeta, maravillaba a quienes la oían disertar sobre cualquier asunto mundano. "Era", me decía, "como si cada frase, cada pensamiento que salía de su boca, estuviera untado de una filosofía profunda".
El menosprecio que el poder (gobernantes, oligarcas y eruditos) ha dedicado históricamente al pueblo no deja de ser una manifestación de ignorancia y de ceguera. El pueblo, entendido como realidad física y humana, como símbolo también de esa gente tan opuesta a la clase docta e intelectual; el pueblo, en fin, de arado y de surco, de canción y salitre, de raíz y trabajo, contiene la sustancia de una sabiduría que emana de la intuición, del duende y del misterio. Lo he contado muchas veces. Hace años, antes de la era del móvil y el Microsoft, circulando por una penosa carretera de la provincia de Granada junto al poeta Antonio Carvajal, el coche sufrió una avería y nos vimos aislados en mitad del campo. La noche se nos echó encima sin que un alma cruzase por aquellos caminos. Anduvimos durante una hora hasta vislumbrar la luz de un caserío que se alzaba milagrosamente a la orilla de un monte. El hombre que nos abrió la puerta parecía confiado. Escuchó nuestra hazaña y nos invitó a quedarnos hasta la mañana siguiente en que él mismo avisaría al taller. Aquella noche nos obsequió con una cena intensa, nos presentó a su hijo, un muchacho de no más de quince años, y nos habló de su mujer, a la que seguía echando de menos. Al saber que Antonio era una gran poeta, animó a su zagal a que nos amenizara con alguno de sus versos, pues el chico le daba al octosílabo y a la rima. Tras su lectura y nuestro aplauso, Carvajal no pudo contenerse y recitó como nunca a Quevedo, a Juan de la Cruz, a Federico. Y el padre, que escuchaba asombrado y extático, miró finalmente a su hijo, lo tomó por el hombro y le espetó con cierta melancolía: "Juanillo, no te engañes: lo que tu escribes no es poesía. Porque para que la poesía sea poesía, ya lo has visto, los versos tienen que volar".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 20 de mayo de 2004