"QUIZÁ HA llegado el momento de preguntarse algo que suena bastante ingenuo", afirma John Berger en 'Unos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible', texto incluido en El tamaño de una bolsa (Taurus): "¿Qué tiene en común toda la pintura desde el paleolítico hasta nuestros días?". Ante tan vasta interrogación, uno no puede dejar, a su vez, de preguntarse si acaso Berger anda enredado en la polémica sobre la caducidad de la pintura como medio artístico en nuestra era tecnológica, sobre todo, cuando, poco antes, se ha referido al hecho de la actual volatilización del sentido físico de las apariencias, pues "la innovación tecnológica permite separar fácilmente lo aparente de lo existente" y, de esta manera, "convierte las apariencias en refracciones como si fueran espejismos; pero no son refracciones de la luz, sino del apetito, de un único apetito, el apetito de más"; esto es: el apetito de sólo consumir ilusiones, el de vivir virtualmente encerrados "en un espectáculo de ropas y máscaras vacías".
Pero no; enseguida comprobamos que la pregunta de Berger no se basa tanto en una defensa de la pintura en sí, como en lo que ha sido y significado el arte en general a través de la historia, y en si hoy puede revalidar su función crítica en medio del aturdimiento de los apetitos desenfrenados por la actual cultura del espectáculo. Para Berger, el precioso testimonio aportado desde siempre por la pintura ha sido llamar la atención sobre lo visible, sobre el escenario físico que rodea nuestra existencia mortal; sobre, en suma, lo que nos pasa, no sólo por la cabeza, durante nuestro efímero paso por la vida. Así, el artista no es ningún "creador" -ningún "ilusionista"-, sino, simplemente, quien se atreve a salir al encuentro de lo que físicamente constituye nuestro mundo, aunque, estando oculto, no sea discernible a primera vista. El artista es, por tanto, para Berger, un buscador, un insaciable escrutador de apariencias, un vagabundo, cuya extravagancia puede aproximarle, tanto a la revelación de una nueva senda desconocida como a la desorientación total. Por un lado, para acometer esta aventura en pos de la iluminación, ha de olvidar "la convención, la fama, las jerarquías y el propio yo", pero, por otro, también se está arriesgando a la incoherencia, a la locura. De todas formas, sea cual sea su personal suerte, el artista no es, en efecto, sino un "receptor", el que "logra dar forma a lo que ha recibido".
A través de la fotografía, el cine, el dibujo, la pintura, la escultura o de cualquier otro medio de expresión artística, sea del presente o del pasado más remoto, interrogándose mediante el arte rupestre, los retratos de Fayum, Miguel Ángel, Rembrandt, Géricault, Degas, Van Gogh, Brancusi, Morandi, Kossoff, Antonioni, Barceló o Juan Muñoz, Berger nos enfrenta poéticamente con esa impenitente búsqueda humana del misterio, el tamaño de cuya bolsa, holgada en proporción a la vida que contiene, no ha cambiado hasta hoy, sea cual sea el número de los artistas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de mayo de 2004