A veces da vértigo pensar que algunos hechos sin los que ya no seríamos capaces de entender nuestra vida, pudieron perfectamente no haber ocurrido: el haber entrado aquel día exacto y a aquella hora en un pub donde la única invitación del azar parecía el saxo de Charlie Parker, y no la persona que nos esperaba dentro sin que nosotros lo supiéramos ni ningún pálpito nos lo anunciara; o esa amistad que nos ha construido por dentro y que sin embargo nos fue dada también por casualidad, por haber perdido un autobús o haber tropezado en el bordillo de una acera; o el reloj-despertador que en el último momento no sonó, salvándonos la vida al impedir que tomáramos un determinado tren; o el boleto premiado de lotería que alguien nos regaló en una tienda del barrio. A eso lo llamamos tener estrella. Aunque todos sabemos que lo más difícil de la suerte viene después. Cuando hay que empezar a merecerla.
Pero existe también un universo en negativo que no es la fatalidad, sino sólo la mitad de la vida que hemos descartado, a veces injustamente, porque la justicia raramente tiene que ver con el destino: los fotogramas desechados o censurados que no formarán ya parte de ninguna película; los sobres vacíos, desprovistos de su contenido, pero también los que nunca se llegaron a enviar, las citas pendientes e incumplidas o sólo anunciadas como la novela El último hombre que Albert Camus no tuvo tiempo de acabar; los besos de Cinema Paradiso y todos los que no nos han dado todavía; lo que soñamos; la música secreta de aquella partitura que Juliette Binoche recoge de la basura en una película tristísima y hermosísima de Kieslowsky; el silencio; los proyectos que no llegan a ninguna parte; el protocolo de Kioto limitando las emisiones de dióxido de carbono, que no hemos cumplido; una llamada de teléfono que no se hizo desde la comisaria al juzgado de Alzira y que hubiera salvado la vida de Jenny Lara y de sus dos hijos pequeños; los sueños de los que no recordamos nada al despertarnos; las negociaciones de paz interrumpidas entre Israel y Palestina; algunas paradojas; las denuncias archivadas de muchos interventores del estado de Florida en el recuento de votos de aquella terrible noche de estafa electoral que acabó llevando a Bush a la presidencia de EE UU, y al mundo entero a un callejón sin salida; una felicitación navideña desde el Hotel Katmandu en Nueva Delhi que nunca llegó a su destino; los días que se van quedando a medias, perdidos, desdibujados como niebla en un valle; las páginas escritas en un rapto que consideramos imperfectas o demasiado raras y que acaban en la papelera, como ésta que ahora acabo de rescatar del fondo del cesto, porque es nuestra relación con lo imposible, lo que salva la libertad.
Al fin y al cabo el cálculo de probabilidades es una clase de insubordinación que no sólo cabe en los poemas de Borges, sino que está respaldado por la vida de cada cual y por principios físicos y matemáticos muy precisos derivados de aquella ley de la gravitación universal que Newton defendió en una Europa devastada por las guerras de religión. Todo está conectado dentro de la naturaleza: el envés y el revés de una hoja forman parte de la misma trama, pero el futuro siempre es una ecuación incompleta.
En el agujero negro del cosmos, donde van a parar todos los sueños que los humanos no hemos sabido conquistar, palpita enigmática la suerte de nuestra estrella.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de mayo de 2004