En un libro, la unidad natural de comunicación es la palabra escrita. Se pueden usar accesorios como las imágenes, pero no hasta el punto de que éstas expulsen al texto. Si es así, el libro deriva hacia otra cosa, un álbum quizá. En una conferencia, la unidad esencial es la palabra hablada. El orador puede ayudarse con la lectura de algún fragmento, pero no hay mayor sopor que escuchar durante una hora al que le da por leer en lugar de hablar. El cine es fotografía, cada fotograma es una palabra visual. Existe cine mudo, pero no existe cine sin imagen. Pues bien, en las exposiciones y museos se usan hoy textos, imágenes, sonidos, multimedia, simulaciones, pero ¿cuál es la palabra propia de una exposición?: la realidad. Lo que no puede no estar en un museo, creo, es la mismísima realidad, el objeto, el fenómeno. Una exposición sin su ración mínima de realidad se reduce sin remedio a un libro para leer de pie, a un multicine en monosala, a un cibercafé amaestrado... Una exposición se sabe que es mala cuando se la sustituye, con ventaja y sin salir de casa, por un buen libro, un buen vídeo, una buena grabación o una buena conexión a la Red. Sí, podría salir de casa y acudir a una exposición así, pero preferiría no hacerlo.
Una exposición masiva de audiovisuales sólo tiene sentido si los audiovisuales son, ellos mismos, la realidad que exponer. Pero Voces es una exposición sobre la diversidad de las lenguas. Cada uno de sus ámbitos está construido con accesorios inmerecidamente elevados a la categoría de palabra expositiva. Uno podría esforzarse entonces para buscar emociones en su globalidad. Pero preferiría no hacerlo. Continuará.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 23 de mayo de 2004