Llevamos una temporada muy movida con el tema de las mujeres maltratadas sin llegar a encontrar una solución a corto plazo; lo de comenzar ahora por la educación infantil parece adecuado pero a un plazo demasiado largo. La orden de alejamiento no se puede controlar: una de las últimas víctimas fue atacada cuando acudió a recoger a su hija al domicilio del padre. Las casas de acogida funcionan y nuevos medios proporcionan sentimiento de seguridad pero no sabemos si serán suficientes para acabar con los ataques y los asesinatos.
Todo eso ocurre en una sociedad como la nuestra, provinciana y encerrada en sus tradiciones, pero que, a nivel mundial, no deja de ser avanzada y democrática, donde, con todas sus deficiencias repetidamente denunciadas y con un esfuerzo añadido, las mujeres estudian, trabajan y llegan al poder político. Es así porque no podía ser de otra manera; porque lo contrario sería nadar contracorriente; porque son necesarios sus votos; porque una mujer sola necesita su trabajo y una pareja el de los dos; porque ellas son muy brillantes en los estudios; porque tienen mucha capacidad de trabajo para sumar el de ama de casa y el de madre; porque así lo dice la Unión Europea; porque a algunas les compensa el esfuerzo que les supone entrar en la vida pública; porque otras denuncian la situación real.
Aunque parece ser que países muy evolucionados pueden llegar a tener un gran número de mujeres maltratadas, también es verdad que en otras culturas y con menos desarrollo la vida de las mujeres es catastrófica. Asne Seiserstad, una corresponsal noruega, da fe de ello tras vivir dos meses en casa de Sultán Khan -en un Afganistán ya libres de talibanes-, para poder escribir su experiencia en El librero de Kabul. Sultán Khan no es un mahometano fanático, sino culto y amante de los libros que se mueve en un negocio sin fronteras y a quien han quemado su biblioteca dos gobiernos diferentes. La experiencia resulta desoladora no sólo en cuanto a la pobreza y la injusticia del país, sino también en cuanto a la esclavitud de las mujeres, incluidas las del librero. Lo que quiere decir que si nosotras avanzamos despacio, hay muchas otras encerradas en una frontera de esclavitud e impiedad de la que no se sabe cómo van a salir.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de junio de 2004