Empiezo con una mentira. Es una invitación. Una manera de enfrentarse al Luis XIV que decía: "El Estado soy yo". Lo condujo a la ruina. Su heredero ayudó, pero no le importaba: después de mí, el diluvio, exclamó, aunque algunos dicen que fue de la Pompadour. Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, dicen los que se creían feministas; la hay también detrás de cada desastre. No hay Hitler sin Eva Braun, ni Gales sin Diana. Vino el diluvio de tanto Luis como se había comido la comida de los franceses, y al XVI se le sublevaron, y la gran mujer de no tan detrás, María Antonieta, dijo de los que no tenían pan: "Pues que coman pasteles". Le costó la cabeza. Entonces se comenzó a pensar que el Estado "eres tú": cada hombre, porque en aquel momento las mujeres todavía hacían punto (tricoteuses) mientras los hombres guillotinaban. Para Federica Montseny, eso demostraba que las mujeres son tan malas como los hombres y no había que confiar más en unas que en unos. Mi psicoanálisis es que pensaba en Pasionaria, Victoria Kent o Clara Campoamor, más que en lo general. La cuestión está en que de aquel Luis a nuestros días han pasado tres siglos y medio, y poco más de dos desde que el hombre se proclamase Estado: aún no se ha conseguido. Eso sí, la idea de Estado se ha hecho más confusa. Aquí, mucho. Hay una infraestructura de instituciones, poderes de segunda o de tercera, autonomías con su cadena de infraestructuras, que parecen hacer funcionar un Estado: pero dependen de los gobiernos, y cuando se turnan heredan también esas instancias. Hay un jefe de Estado, pero no es más que un vestigio de los Luises. Un rey supone sobre todo una unidad de gasto, porque no trabaja (afortunadamente); y esa es la paradoja admirable: se le paga a condición de que no finja ser. Es lo que iba pensando desde la urna hasta una terraza de cervecita, cuando deposité el voto inútil.
(María Antonieta: una anomalía de nuestro idioma. En Francia, Antoinette es el femenino de Antoin; en España, es Antonia. Deberíamos traducir por María Antonia el nombre de aquella reina adúltera, divertida, estúpida y desgraciada. Desde entonces han caído más cabezas de gorro frigio que de aristócratas de todas clases).
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 16 de junio de 2004