El criterio político va a imponer diferentes precios para el agua, según sea el fin de ésta ser deglutida por el proceloso césped de los campos de golf, por los señoritos en sus segundas residencias o bien el destino la consagre a anegar los campos de lechugas y tomates en el sureste español.
Que se intente mejorar la distribución de la riqueza mediante la venta selectiva de recursos naturales podrá tener sus adeptos y sus enemigos, y algunos opinaran que lo progresista es distribuir la carga fiscal mediante impuestos directos como el de la renta, y que los precios sean iguales para todos, y otros lo harán en sentido contrario, arguyendo -aunque parezca imposible- similares argumentos y progresía.
Pero nadie podrá negar el simbolismo de dicha diferencia más allá de las consecuencias económicas de la decisión. A los responsables de nuestra economía les parece necesario subvencionar el sector primario a costa de castigar, en la medida que corresponda, al terciario.
Sin duda, la decisión es compleja, y no se basa únicamente en criterios de rentabilidad sino en algunos otros de orden social y cultural, pero se vislumbra la dificultad en asumir que -mal que nos parezca- la economía española, y en mayor medida la de nuestra Comunidad y las que tocan al sur, se nutren de forma primordial del turismo y sus derivados, el ocio y la construcción, y no de los ingresos que provienen de la agricultura y la industria.
Para nadie es un secreto que los productos agrícolas lucen mejores precios cuando provienen de grandes extensiones mecanizadas y no de minifundios, y que se alejan a pasos precipitados los industriales en busca de los bajos salarios y nulas prestaciones sociales que tienen los trabajadores del Extremo Oriente o la nueva Europa, por lo que a nosotros nos compete vender aquello que poseemos y nadie nos puede arrebatar, como mínimo a corto plazo. Véanse -en un burdo y acelerado repaso- el clima, los paisajes naturales y las cimas culturales, la relativa paz, orden y seguridad, los servicios personales y de ocio -tenis, pádel, fútbol o incluso golf- una cuidadosa higiene pública y privada y unos precios que nos permiten ser competitivos respecto de los vecinos y consumidores. Pues esto debemos vender, y para lograrlo debemos potenciar las virtudes enumeradas, ordenándolas a la vez que las racionalizamos, por lo que parece vano ejercicio de corte populista que la factura del agua grave más nuestro futuro que nuestro pasado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 20 de junio de 2004