Vivo muy cerca del Palacio Real. De noche, sin perder su hermosura, tiene, sin embargo, algo de fúnebre, de muerto, de vacío (de hecho, es una de las muchas viviendas deshabitadas que dicen que hay en Madrid). Y de día, con sus colas de visitantes y turistas, parece sólo un museo.
Y yo, desde mi modesto pisito sin ascensor de 50 metros y gravado por inexorable hipoteca, salgo a pasear y paso junto al Palacio Real deshabitado, hermoso y deshabitado, grande, magnífico y deshabitado, imponente y deshabitado y lo veo como quien ve la Puerta de Alcalá o el Viaducto.
Es una inmensa casa desaprovechada, sin inquilinos, sin guardia ni música, un hermoso caserón en el que deambulan las almas en pena de Fernando VII y de los validos y los lacayos, un museo de cera rancia, una jaula vacía. Y una jaula vacía, por muy de oro que sea, con el tiempo termina por hacer que no se eche de menos a los pájaros...
Majestades, altezas, cortesanos y cortesanas, vuelvan a palacio, aunque les incomode un poco. Denle vida y glamour. Miren que sus regias personas están para ser vistas, exhibidas, admiradas, y no para recluirse como monjes pusilánimes o terratenientes de farra en aquel discreto rincón zarzuelero.
Miren que la gente está muy necesitada de vivienda -y de glamour- y hay mucho okupa suelto. Dejen que el pueblo vea el plumaje de los pájaros en su jaula y les oiga cantar entre sus áureos barrotes.
Es que, si no, la plaza de Oriente parece una plaza republicana, parece la Concordia o la Bastilla. Majestades, vuelvan a casa, vuelvan. ¿Por Navidad?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 24 de junio de 2004