DESDE LA AÑIL anochecida ciudad de Jodhpur, el tren atravesaba el sur del desierto del Thal buscando como el amanecer la inaccesible ciudad de Jaisalmer, alucinación inexplicable cuya magia quedó guardada en las manos de los talladores de piedra (silavats). La ciudad, al oeste de la India, se antoja leyenda a primera vista y advierte con sus murallas que el tiempo y la historia quedaron atrapados dentro de sus puertas.
Los havelis, mansiones construidas por mercaderes de miel de las rutas del desierto, parecen arquitecturas de vacíos llenos de fantasías. De atardecer del desierto es su tonalidad, de ámbar su color. De las piedras areniscas se trazan los surcos de la luz, y en la penumbra se filtra la geometría deliciosa de rombos y trapecios, pétalos y corolas; un buril de oro al ritmo del muecín escribe la poesía sobre la piedra vainilla; tracerías de hilos se entremezclan en cruces tejiendo la leyenda de una dinastía de talladores con manos de dioses. Con el sol del día y el fuego del viento, el aire se convierte en cuchillas doradas esculpiendo las piedras; parece la perfección del silencio narrando la geometría del universo. Al anochecer, un cincel con el brillo de la luna hechizada viaja por el jardín de las flores enmarcando su fragancia en siluetas eternas.
Jaisalmer es la canción juglaresca del desierto; mito y realidad juegan en las calles y ventanas medievales; los rostros de sus gentes aparecen sin prisas; tapices y alfombras adornan palacios y mansiones; un laberinto de sensaciones te disuelven en una ciudad que flota con el deseo de la llegada del monzón, mientras la sequía funde el calor del sol y esconde la ciudad en un espejismo inaccesible.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 26 de junio de 2004