El mundo de la cultura puede estar de enhorabuena. Parece que dos grandes editoriales se han unido para crear una tercera que se dedicará en exclusiva a enaltecer los logros de aquellos personajes que se han convertido en espejo donde mirarnos y ver reflejadas nuestras virtudes. Las distintas realezas, la muy conspicua alta sociedad, los actores, deportistas, desfiladores y demás famosos en virtud de sus nunca bien ponderadas actividades, se nos van a ofrecer a todo color con el fin de que imitemos sus actuaciones o palidezcamos de envidia ante la magnitud de los logros por ellos conseguidos.
Por supuesto nada hay que objetar a la iniciativa empresarial, que será sin duda modelo de explotación económica y planificación comercial a la vista de la importancia y solvencia de los accionistas que unen sus fuerzas para lograr el empeño; pero parece buena ocasión para volver a reflexionar por enésima y penúltima vez sobre la creación de mitos que unen a su condición de falsos la de insignificantes. Lo habitual en los mitos conocidos hasta hace pocas fechas es que uniesen algunas cualidades a una gran lejanía física, y así las estrellas cinematográficas de Hollywood no solo podían ser grandes intérpretes sino que nos desarmaban con aquello de vivir en lejanas y millonarias tierras, donde ostentosamente se manifestaba el lujo y se producía la ensoñación. Por ello, cuando la virtud interpretativa se nos mostraba en la cercana meseta -pongamos los casos de Paco Rabal o Fernando Fernán Gómez- los personajes se tornaban en admirables pero no míticos.
Pero he aquí que de un tiempo a esta parte a cualquier persona se la mitifica sin que le adorne ninguna de aquellas cualidades que, aunque exageradas por los medios y los creyentes, adornaban a los anteriores y justificaban de alguna manera su imitación. Y para mayor sorpresa sin que medie mayor distancia que un cruce de la calle entre el mito y el mitificador, que pese a conocer la falta de virtudes que adornaba al vecino hasta hace pocas fechas, y estar al corriente de su biografía de los últimos años, no duda en convertirlo en objeto de sus pasiones y lanzarse como poseso ante la pantalla de televisión o la revista ilustrada para ver aquello que hace dos días se le ofrecía en todo momento abriendo las puertas del balcón.
Nuestro subconsciente acierta a adivinar que sólo de esta manera conseguiremos, en un plis-plas, convertirnos nosotros mismos en el mito que anhelamos.
Y que la nueva revista nos consagre.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 4 de julio de 2004