El sábado por la tarde, en compañía de una gran amiga, caminando junto a la playa, el paladeo de la brisa se vio de pronto interrumpido por la invitación de tres pizpiretas show-girls que apenas alcanzarían los 8 años. "¿Queréis ver nuestro baile?", nos dijeron. Por supuesto, asentimos. Entonces se subieron al murete que separa la arena del enlosado y las dos de los extremos comenzaron una sincronizada danza mientras la del centro permanecía quieta, como si su papel nada más fuera de comparsa. Antes de bajar el telón, la inmóvil actriz, volando descendió en una rizada pirueta y finalizó el número con una elegante inclinación... sostenida por unas piernas que se habían abierto ciento ochenta grados. Tras el merecido aplauso, nos agradecieron nuestra asistencia. Entonces, los dos chicos de la alegre pandilla, que hasta ese momento habían permanecido en un silencio anónimo, le dijeron a la futura Pavlova: "Anda, hazles ahora..." y la niña, amable, sin jactancia alguna, dio una larga serie de volteretas que terminó con un majestuoso puente. Ese baño de inocencia trocó el crepúsculo en alborada y nos demostró que el amor al arte existe y que aún es capaz de hacernos palpitar e ir más allá de la conciencia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 16 de julio de 2004